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19 mayo 2009 2 19 /05 /mayo /2009 18:17

LIBRO 15
Una reunión de águilas

                                                        CUARENTA Y SEIS

Ha llegado el lunes por la mañana y estoy reuniendo estas últimas notas. No sé por qué, pero estoy segura de que deberán ser completadas por alguien más. Si, en algún momento en el futuro, la historia de La hora se cuenta por fin, sólo puedo esperar que mis apuntes ofrezcan alguna comprensión de la verdad. Mi letra resulta, normalmente, ilegible, pero ésta es la menor de mis preocupaciones. Quiero que se me crea, y eso requerirá a un intérprete muy especial que sepa evitar los escollos de lo aparente, lo obvio y lo prosaico. Me digo a mí misma que un intérprete así existe, y que él o ella me rescatarán en algún momento del futuro, pero sé muy bien que eso es irrelevante en mis circunstancias inmediatas. Tengo preocupaciones más importantes.

Voy a dejar estas notas encima de la cama. Cubren todo lo sucedido desde mi primera noche en Rumania hasta el momento presente. Si tengo un momento, en el trabajo, escribiré una rápida adenda. Si no, si no se me presenta la oportunidad, quizá mi supuesto salvador lo hará.

Después de mi conversación con Austen, Julia y Sally, mis opciones estaban claras. Por un lado, podía, simplemente, marcharme. Desde el primer momento en que volví a Nueva York, mi padre quiso que abandonara la ciudad. Él estaría contento de proveerme el traslado a pastos más verdes donde yo podría empezar de nuevo, alejada de este desastre, confiando en que Torgu no fuera otra cosa que un gigantesco y repugnante criminal que no tuviera nada que ver conmigo. De todas maneras, si ésa fuera una opción posible, hace tiempo que la habría tomado. Por desgracia, la verdad de todo este asunto se encuentra en mi sangre, en mi piel, detrás de mi mente consciente. No puedo separarme ni escapar de mí misma a no ser, por supuesto, que me quite la vida, cosa que se me ha pasado por la cabeza más de una vez como la solución lógica, suponiendo que alguna parte de este problema tenga alguna lógica. Me quitaría la vida si no fuera porque sé lo que me esperaría si lo hiciera. Ese acto violento sería el primer paso hacia una eternidad hambrienta de sangre entre millones de otros. La verdad es que si quiero convertirme en la esclava y sirvienta de Torgu, el suicidio es el camino más rápido. Pero antes me convertiría en la dueña de su casa.

Y por eso, solamente me queda una opción plausible. A pesar del deseo de Austen, debo asistir a la reunión. No me importa en absoluto el destino de Bob Rogers; hace años que debería haberse retirado. Antes de que yo desapareciera él casi ni sabía que yo existía. Pero esa reunión tiene muy poca cosa, o no tiene nada, que ver con él. El verdadero objetivo, no premeditado, consiste en facilitar una matanza. He visto los ojos de Torgu. Se había impuesto la tarea de cortarle la garganta a Austen y estuvo a punto de probar esa bebida, pero le fue negada y ahora siente la necesidad febril de alimentarse. En algún lugar de la planta, esperando a que llegue ese momento, aguarda a que el personal se reúna como un rebaño conducido a los establos del matadero. Y más allá de él, a su alrededor, se congrega la masa de bebedores, esperando a ser escuchados.

Él va a venir. Y va a actuar.

Salgo por la puerta.

 

Julia y Sally entraron en el edificio con las llaves de seguridad. Antes del amanecer, y antes de que llegara Miggison, subieron a la planta veinte y se sintieron aliviadas al darse cuenta de que habían calculado bien el tiempo: Menard había abandonado su puesto para abrir las puertas de las oficinas de todos los pasillos. Pasaron de largo del puesto de seguridad y se dirigieron a la zona de edición. Julia notó el terror en cuanto llegaron al callejón del magreo y se alegró de que Sally llevara su Enfield. Después del incidente durante el visionado de la historia de ese gurú de la salud, ella no había ido a trabajar sin él en ningún momento. Pasaron por delante de la cámara de seguridad donde se guardaban las cintas grabadas recientemente y Julia echó un ansioso vistazo a la puerta. Después del ataque de Remschneider, habían colocado los explosivos en el estante superior de la pared del fondo de la cámara, donde no era probable que alguien las encontrara. No había habido otra alternativa. Julia no había querido arriesgarse a sacar del edificio los C-4: no había querido arriesgarse a que Menard los descubriera. La cámara de seguridad era el lugar menos inseguro, pero tenía grandes desventajas, la peor de las cuales era Claude Miggison. La habitación no se podría abrir hasta que Miggison llegara porque él tenía la única llave. Se dirigieron a la oficina de Julia.

Sally se detuvo un momento en la puerta con una expresión de arrepentimiento en el rostro.

—Detesto haberle hecho eso al Pedigüeño —dijo—. Me consiguió un Emmy, era un buen editor, realmente bueno. Pero me parece que se pasó de la raya.

—¿Tú crees?

Julia puso la mano en el pomo de la puerta. Se miraron la una a la otra y Sally levantó la punta de la bayoneta.

—Dijiste que querías ver mi arma —dijo—. ¿Te gusta?

—Excelente —dijo Julia—. Sólo desearía que hubiéramos llevado al Pedigüeño a la incineradora. Sólo para asegurarnos.

Sally hizo una mueca de repulsión: eso era algo horrible. Las palabras de Julia la llenaron de asco. Ella todavía era una madre y aún tenía corazón para los pobres y los vagabundos. Pero la voz que sentía en su interior se alegraba ante una espléndida matanza.

Julia introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de su oficina. El cuerpo no estaba, y cerró la puerta de un portazo. ¿Alguien había trasladado el cuerpo? ¿O, de alguna forma, el cuerpo se había ido por sí mismo? ¿Era posible que aún estuviera vivo? Si era así, ¿dónde estaba? Esos pensamientos inundaron el aire de tensión alrededor de las dos mujeres, pero ninguna de las dos dijo ni una palabra. Se miraron la una a la otra, y echaron un vistazo a las dos puertas cerradas que había en la oficina. ¿Dónde estaban los demás editores? Sally tomó la delantera y recorrieron el pasillo en dirección a la cámara de seguridad. Esperaron a que Miggison apareciera. Sally se apoyó en la pared y soltó el arma.

Miggison apareció, refunfuñando como siempre. Sacó las llaves, miró a las mujeres y paseó los ojos alrededor de Sally para asimilar la visión del arma.

—Buenos días, señoras —dijo, en un tono de desenfado malicioso.

La puerta de la cámara de seguridad se abrió y Miggison siguió su camino no sin antes echar otro vistazo al arma y suspirar ante tantos años de experiencia:

—No he visto nada.

Julia encontró la caja y contó las barras de C-4. Estaban tal y como las había dejado, intactas. Todavía faltaba una hora más o menos antes de que la planta empezara a llenarse de gente, antes de que los hijos de Bob Rogers llegaran para oír el parte. Sally montaba guardia en la intersección del callejón del magreo y la zona de edición. Apoyada contra la pared, entre las sombras, observaba los movimientos en todas direcciones. Julia le había comunicado el plan de ataque y ella no tenía ninguna objeción al respecto: había visto y oído lo suficiente. Sujetaba el arma debajo del chal. Julia se agachó ante la entrada al callejón del magreo y se puso a trabajar.

Lo hizo en parte de memoria y en parte siguiendo un manual. Amasó una de las barras de explosivo hasta que quedó delgado como una cuerda. Luego amasó una segunda barra y la unió a la primera, formando una única tira. Pero dos barras no eran suficientes para lo que necesitaba. Amasó una tercera barra y la unió a las demás. Extendió la tira de explosivo alrededor del perímetro de dos de las cajas. Tres barras serían suficientes para provocar un buen jaleo: nadie resultaría herido. Todos se encontrarían en la reunión al otro extremo de las oficinas. Ella se quedaría en una habitación de las oficinas adyacentes y vigilaría. Si aparecía alguien, esperaría a que se fuera. Solamente entonces, cuando la reunión hubiera empezado y cuando no hubiera nadie a la vista, prendería la mecha.

Cuando hubo terminado de extender el lazo de explosivos, se volvió hacia Sally.

—Vete ahora. Llévate el arma. Cuéntalo todo durante la reunión. Si Austen habla, apóyale. Yo estaré bien.

—¿Seguro?

—Vete.

—Ten cuidado.

—Tú también.

Sally se alejó, escondiendo casi por completo el Enfield debajo del chal. Julia se alegró: la soledad la ayudaba a concentrarse. Lo principal era no olvidar nada. En otros tiempos ella había sido extremadamente centrada, pero eso fue antes de tener niños, trabajo y una vida normal. Se recordaba constantemente a sí misma que debía prestar atención: «Aquí están las mechas, aquí las cerillas, aquí está la caja con el resto de explosivos. Aquí tengo el bolso». No había tanto que tener en cuenta. Esperaría a que eso explotara y luego se marcharía a casa. Lo consideraría su discurso de dimisión.

El resto de C-4 se podría entregar al Departamento de Policía de Nueva York para disipar los miedos que pudieran suscitarse acerca de posibles actividades terroristas. Si era necesario, lo haría ella misma y lo confesaría todo. Esa idea la hizo detenerse en seco: no había pensado mucho en ese tema. Si la policía la retenía, aunque fuera por un breve lapso hasta que los hechos se aclararan, la etiquetarían de terrorista. Aparecerían sus antecedentes criminales; podía ir a prisión. Luchó contra el pánico. Sus hijos no lo comprenderían nunca. No podrían reconocer a esa mujer, su propia madre, una terrorista. Su esposo, un antiguo radical, se sentiría horrorizado. «¡Pero si renunciamos a la violencia», le gritaría. A pesar de todo, se sentía impelida a hacerlo. La amenaza que se cernía sobre el programa no le dejaba otra alternativa. Repitió esa fórmula: «La amenaza sobre el programa, la amenaza sobre el programa». Pero era mentira. Deseaba matar a alguien y ese deseo pasaba por encima de cualquier otra cosa. Sally Benchborn también lo tenía. Remschneider había estimulado ese apetito: había llegado el momento de quitarle la vida a alguien. Julia sacó unos guantes de látex y miró por encima del hombro. Se sentía observada, pero no podía localizar de dónde provenía esa sensación. No había ninguna cámara de seguridad por los alrededores. No había nadie. Quizá se trataba de alguno de esos editores convertidos en zombis. Quizá Remschneider se había recuperado de su herida, aunque no parecía probable. Miró el reloj otra vez: la reunión iba a empezar al cabo de dos horas. Unió una mecha a un extremo de la tira de explosivo y la extendió por detrás de las cajas, a lo largo de la pared posterior. No pensaba dejar el material desatendido: sería demasiado arriesgado. Si alguien pasaba por allí y lo veía, ¿qué diría? Mucha gente en la planta entendía de explosivos. Tenía que continuar vigilando un rato, dejar que el día avanzara. «Como un guardián —pensó— en una torre de vigilancia.»

25 de mayo

Como si las cosas no se hubieran puesto bastante difíciles, ¿quién tenía que aparecer a las ocho de la mañana, antes que nadie? Bob Rogers, por supuesto.

Había empezado a tomarme tranquilamente el café y a leer el Times cuando él entró precipitadamente por la puerta. No se sentó. Se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los pies, esperando a que yo levantara la vista del periódico. Yo no quería complacerle. No hizo ningún comentario sobre las muletas ni sobre las vendas: no quería saber nada.

—¿Podemos hablar con franqueza? —preguntó—. ¿De todo?

Yo doblé el periódico. No parecía tan abatido como yo hubiera esperado, dadas las circunstancias. Llevaba una camisa de color azul claro, con el cuello desabrochado, debajo de una ligera chaqueta de verano. Sonreía. Yo le había visto enfurruñado durante semanas y semanas en otras batallas, más exitosas, contra la empresa, así que esperaba verle sumido en la melancolía en las horas previas a su renuncia. Pero, por el contrario, parecía jubiloso.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajamos juntos, Austen?

Otras conversaciones habían empezado de esa forma. Habían sido muy largas.

—No necesitamos hacer esto, Bob. Es lo que es.

Él negó con el dedo.

—No. Ese es precisamente el tema. No lo es.

—Dime.

—No soy demasiado viejo para este trabajo, y tampoco lo eres tú. Ésa es una falacia fomentada por gente que quiere adueñarse de nuestro puesto de trabajo. Pero ambos sabemos la verdad. Cuando nos hayamos ido, no volverá a haber otro programa como éste.

Tenía cierta razón y se la concedí.

—No. No lo habrá.

—¿No te entristece verlo desaparecer?

—¿Y de qué serviría que lo estuviera, Bob? Mi tristeza es cosa mía.

—Lo comprendo. Y lo respeto, y te admiro. De toda la gente aquí, tú eres en quien más confío. Tú nunca sacarías ventaja de tus emociones ni jugarías sucio con nuestro legado.

—Nunca lo he hecho.

—No, desde luego que no.

—¿Entonces?

Se acercó a un lado del escritorio —un hábito irritante y de larga tradición—, apoyó una mano morena sobre sí mismo y dijo:

—He tomado una decisión muy importante y quiero asegurarme de que me apoyarás.

Bob era Bob. Nadie podía esperar otra cosa. Si le estaban tirando por la ventana, él tenía todo el derecho de continuar siendo él mismo aunque estuviera cayendo al vacío.

—Eso depende. ¿Cuál es esa decisión?

—Posiblemente podrías adivinarlo, pero no puedo decírtelo porque parecería una conspiración. Te estoy pidiendo que me extiendas un cheque en blanco, Austen.

—No he extendido ninguno en mi vida. No sé ni cómo se hace.

—Tonterías.

Miré el reloj. Dentro de muy poco Robert se encontraría ante su gente y anunciaría la noticia. No había tiempo de sonsacarle qué quería decir. Además, yo necesitaba su ayuda.

Cuando llegara el momento, le necesitaría en mis filas. Intenté sacar a colación un tema difícil.

—¿Se te ha ocurrido pensar que esto, el problema que tenemos, estos problemas técnicos y demás, quizá no tengan nada que ver con la cadena?¿Qué quizás estemos siendo atacados por un flanco completamente distinto?

—¿Cómo cuál?

Esperó. A esa pregunta yo no podía responder, no sin parecer un absoluto tonto a sus ojos.

—No, Austen. No me voy a dejar engañar otra vez. A la cadena le encantaría que yo creyera que son inocentes. A la cadena le gustaría que yo gastara mis energías persiguiendo sombras. Pero soy Bob Rogers, no lo olvides. Quizá no sea el tipo más brillante de este edificio, pero tampoco soy un maldito estúpido. Ya hace un año que esos capullos han estado manteniendo una guerra en este negocio, creyendo que yo pondría el grito en el cielo y me marcharía. Ahora creen que han ganado. Creen que estoy a punto de rendirme. —Le brillaban los ojos—. ¿Qué sucede cuando un cartucho de dinamita explota en el culo de un caballo?

No servía de nada. Él creía más en esa batalla de lo que creía en el programa o en sí mismo. La batalla lo era todo.

—No van a echarme de aquí sin pelear, ¿está claro? Tengo intención de morir batallando. —Bajó la voz—. ¿Morirás conmigo?

—Lo que tú quieras, Bob.

Me puso una mano en la cabeza, se inclinó y me dio un beso en la mejilla, el primero.

—Eso es lo que pienso de ti, Austen Trotta —dijo, y salió precipitadamente por la puerta.

 

—¡Evangeline! —gritó alguien.

Entré en la sala de visionado, pasé por delante de los rostros sorprendidos de corresponsales, productores, equipos de cámaras y productores asociados. Aplaudieron.

—¡Mirad el pelo! —gritó alguien con verdadero entusiasmo.

Pensé con afecto en Ian. Fui hasta mi lugar habitual en una cómoda silla cercana al monitor de vídeo gigante y esperé. Skipper Blant se sobresaltó y saltó de su silla: le incomodaba la idea de establecer contacto humano.

Yo le asustaba un poco. Me rodeó con los brazos y los demás se unieron también, y no solamente los vivos. Un mar gris inundó la habitación como una marea, aunque nadie más lo vio.

—¡Qué gran augurio! —prorrumpió Skipper, traicionando la ansiedad que sentía.

A mí me pareció verle por primera vez: no era un bravucón ni un sádico, como había creído yo cuando trató tan mal al pobre Ian. Por lo menos, no era solamente eso. En sus ojos enrojecidos vi un voraz odio contra sí mismo. Vi a un refugiado de un terror que rivalizaba con Torgu.

—No deberías haber venido —me susurró Sally Benchborn al oído, como si mi estado de salud fuera delicado. Le hice un gesto indicándole que hablaríamos tan pronto como tuviéramos la oportunidad. Dios sabía lo que Julia o Austen me dirían. Les busqué entre la multitud. ¿Dónde podían estar? El momento se acercaba. Mientras Sally se alejaba, vi que la culata de un rifle le sobresalía por debajo del chal.

Sam Dambles, siempre cortés, se me acercó y me ofreció sus condolencias por mis sufrimientos y me pidió que me pasara por su oficina para charlar. Los hombres y mujeres de La hora se pusieron en fila como los invitados de una boda. Me abrazaron, me besaron y me preguntaron por Robert. Alabaron mi aspecto. Todo el mundo quería invitarme a comer.

Vi a Stimson: tenía el labio hinchado y la boca cerrada. Sujetaba un portátil en el regazo y clavaba la vista en el teclado, evitando mi mirada. No había seguido mi consejo: no había huido. Miré a mi alrededor y conté a la gente. La mayor parte de los empleados, excepto los editores, habían venido. ¿Cuánta de la gente que había en la habitación pertenecía a Torgu? Como si me hubiera leído la mente, un productor dijo en voz alta:

—¿En qué anda Remschneider? ¿Alguien le ha visto esta mañana?

Bob Rogers entró en la habitación y las ovaciones aumentaron. La sala de visionados estaba abarrotada de gente. Olía a salchichas y a camarones. Alguien destapó una botella de champán. El calor del día envolvía los muros exteriores del edificio, pero la planta veinte estaba fresca. Los ventiladores imponían su ritmo. Las voces de la masa gris, atronantes y confusas, llamaban a Torgu. Rogers levantó las manos para silenciar a la multitud: tenía algo que decir.

Señor: Transcribo textualmente. La reunión empieza justo a la hora. Bob Rogers dice lo siguiente: «Chicos, sois fenomenales. Vosotros me habéis hecho ser lo que soy hoy, así que soy yo quien debería aplaudir. Esto es por vosotros». Aplaude. Otro aplauso de la multitud sigue al suyo, una multitud que describiré como el rostro ecléctico del programa, el mejor rostro; una colección de veteranos y de recién llegados, hombres y mujeres, blancos y negros; pero más allá de eso, un sorprendente gabinete de personalidades dispares reunidas a lo largo de décadas por Rogers para que le ofrezcan el programa semanal: cámaras que han rodado con Trotta y con Dambles en Vietnam, editores que han montado las películas recién llegadas de las calles amotinadas, mujeres que han roto las barreras de género en el periodismo internacional, herederas y radicales, gourmets y adictos al sexo, gente destrozada por los nervios, alcohólicos y vaqueros; una colección de verdaderas vidas humanas en toda su gloriosa vanidad, los elegidos de la profesión del periodismo televisivo a quienes se les ha dado la oportunidad de dar la vuelta al mundo para ir en busca de las mayores, más extrañas y candentes historias de la actualidad, gente que ha sobornado, ha jodido, ha mentido y que ha estado a punto de morir en el empeño por traerle a Bob Rogers su banquete de locura puntera, sus amadas imágenes. Pero me estoy desviando. Rogers dice: «Seré breve: he tomado una decisión importante. No os estoy pidiendo que me apoyéis, y no me sentiré decepcionado si no lo hacéis. No soy un niño». Se puede oír a una mosca. En este momento de silencio, yo le oigo a usted. Oigo su melodía. Se está acercando, tal y como usted prometió. Pero también hay otro tipo de tensión en el aire. «Allá va. —Da una palmada—. ¡A la mierda esos capullos, no me voy a ir!» Se oye una exclamación de sorpresa contenida antes de que una fuerte ovación de aprobación se levante. «Yo he creado este programa, con vuestra ayuda. Lo he mantenido durante tres décadas, con vuestra ayuda. ¡Y no me lo van a quitar de las manos hasta que éstas no estén jodidamente frías!» La gente grita. Le levantan sobre los hombros. «¡Estoy contigo, Bob!», grita Sam Dambles. «¡Viva la revolución!», le sigue Skipper Blant. «¡Motín!», les apoya Nina Vargtimmen, con su minifalda y sus tacones altos, y le da un gran beso en los labios a Bob, y todo el mundo canta Porque es un chico excelente y parece que una nueva era dorada acaba de nacer para todos a los que nos preocupa La hora. Presiento en el aire una gloriosa posibilidad: basta de consentir a las inteligencias más estrechas, a los vulgares ángeles de nuestra especie, basta de historias acerca de celebridades que han hecho tres películas decentes, basta de tragar la mierda de los inversores, los inconfesados culpables de nuestra tragedia, los despreciables accionistas que sólo nos han animado a corrompernos. Y en este momento de alegría, yo soy uno de ellos. El pasado está borrado. No he probado la sangre, y estoy llorando, señor, de felicidad. De repente, veo una expresión de preocupación en el rostro de Rogers. Él pide que le dejen en el suelo. Señala a Sally Benchborn. «¿Qué haces con esa arma, linda?» Ella no siente mi felicidad. No está feliz y no aplaude. Dios Santo. Rogers tiene razón. Ella tiene un rifle con bayoneta, y dice: «¿Por qué no cortas el rollo y nos dices qué está sucediendo de verdad, Bob?». En ese momento, la puerta de la sala de visionado se abre de golpe y se oye un chillido. Austen Trotta entra tambaleándose y cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

Austen se me acercó tambaleante; tenía el cuerpo lleno de heridas.

—Evangeline...—dijo.

Sus ojos me imploraron. Cayó encima de mí, absolutamente acabado.

Se hizo el silencio en la habitación, del mismo tipo aunque mucho más terrorífico que el silencio que siempre sigue al visionado de una pieza mala de periodismo televisivo. Normalmente, en esa misma habitación, un silencio como ése es previo a la voz de Bob Rogers diciendo: «Esta mierda no va a aparecer en mi programa». Pero Rogers se había quedado sin habla, también. En los ojos se le veía que su cabeza no paraba. Parecía estar formándose alguna idea. Austen y yo estábamos de pie en medio de la habitación, en el punto en que había estado él. La gente empezó a murmurar.

—¡Dínoslo, Bob! —volvió a gritar Sally. Dio un paso hacia delante, separándose de la masa de gente de pie, apoyada o sentada contra las cuatro paredes—. ¿O es que no lo sabes?

—No lo sabe —dije yo. Todo el mundo me miró—. Él no sabe nada.

—Escuchadla —dijo Austen con voz débil—. Por dios, no queda mucho tiempo.

Tan pronto como hubo dicho esto, se produjo un cambio en la habitación, como si hubiera entrado más gente. De hecho, así había sido. En la sala de visionado había dos puertas, cada una de las cuales conducía a un pasillo distinto, y por esas puertas entraron una fila de editores grises como la ceniza conducidos por Remschneider, que tenía el aspecto de un fallecido. Atravesaron la multitud hasta llegar al centro de la habitación y se quedaron de pie, apiñados, con los ojos fijos en la alfombra. Al final de la última fila, completamente desnudo, con barba gris, murmurando entre dientes, se encontraba Edward Prince.

—¿Qué coño pasa? —preguntó alguien—. ¿Ese es Ed?

Sally disparó al aire. Un trozo de yeso se desprendió del techo y un olor a pólvora se extendió con el humo. El pánico asaltó a todos en la habitación: los músculos de todo el mundo se tensaron.

—¡Compañeros! —gritó ella—. ¡Nos están atacando! ¡Preguntad a Evangeline! ¡Ella lo sabe! ¡Ella es la única que lo sabe de verdad!

Nuestros colegas miraron a Sally y me miraron a mí. Trotta se inclinó hacia delante con el rostro demacrado.

—Torgu está ahí fuera —dijo, más para mí que para ningún otro—. Perdóname. Debí haberte hecho caso.

Me puso una mano en el hombro y yo sentí una tristeza profesional y personal, un dolor especial que nunca había experimentado antes. Estaba perdiendo a mi corresponsal.

—Sally Benchborn tiene razón —dijo Austen en voz alta con un temblor en su amada voz, la misma que yo conocía desde la infancia; él había sido un espíritu amigo en el televisor de la guarida de mis padres hace mucho, mucho tiempo.

Se desplomó en mis brazos. Es increíble el efecto que una visión como ésa, la del cuerpo maltratado de un hombre muy conocido, puede tener en las personas. En ese momento, en la sala de visionado, el equilibrio de la situación se decantó a mi favor, y yo sentí el primer aliento de lo que podría calificar de coraje en el pecho. Los empleados de La hora, esa gente encantadora, imposible y vana, se sumieron en un silencio comprensivo. Hacía meses que eso se estaba aproximando y ahora estaba ahí, el objeto de sus terrores ocultos, la fuente de sus pesadillas. Podían verlo. O así me pareció por un instante. Pero no podían evitarlo: sus instintos superaban la sensatez. Yo todavía era solamente una productora asociada que no llegaba a las seis cifras al año. Se volvieron hacia Bob otra vez, como si él pudiera ayudarles.

—¿Austen? —Solamente Rogers parecía capaz de intuir su propia ignorancia—. ¿Qué es esto? —Me miró, suplicante, como si solamente yo pudiera hacerle revivir. Todo el mundo miró a Bob—. ¿Es esto la mierda que me imagino que es? Han hecho, finalmente, lo que siempre sospeché que harían.

Austen se ahogaba y no podía hablar. Yo no sabía de qué estaba hablando Rogers, ni tampoco los demás. Se acercó a Austen, que contaba las respiraciones una a una y parecía agradecido de poder hacerlo.

Bob se dirigió al resto de nosotros. Parecía descubrir la verdad mientras la pronunciaba:

—Ellos han hecho esto.

—¿Ellos? —Miré la fila de editores medio en coma. Miré a Edward Prince.

—Los jodidos ejecutivos.

Austen expresó su estupor en voz ronca:

—Oh, dios, no, Bob, te estás equivocando...

—Van a echarnos a todos.

Creo que, por un instante, unos cuantos le creyeron. La mayoría eran demasiado buenos en su trabajo. Pero sólo tuvieron que echar una mirada a sus colegas, y a Prince, y supieron que eso estaba más allá de la política. Por todos lados, a mi alrededor, esas presencias habían aumentado y las líneas que separan las cosas se habían afinado, tal y como Ian había predicho. Quizá fuera la nube de pólvora del arma de Sally, o quizá fuera mi imaginación, pero las cuatro paredes de la sala de visionados, detrás de los ejércitos de Bob Rogers, se disolvieron ante mis ojos, como si no hubieran sido otra cosa que bancos de niebla. Los espacios entre esas paredes empezaron a abrirse en distancias infinitas. Parecía que nos encontráramos en el punto más elevado de una llanura en la cual las naciones en batalla se hubieran concentrado. Vi a Clementine Spence. Se encontraba en el campamento, era una sombra entre un millón, una molécula de una nube, pero para mí era visible. Las voces de las naciones eran atronadoras. El recuerdo de la raza apareció. Los muertos cantaron. Levantaron los brazos por encima de las cabezas, en un gesto de desafío o de súplica. Habían venido por Torgu, por mí, por todos nosotros. Estaban hambrientos. Estaban tristes. Yo me sentí hambrienta, y triste. Me miraban con esas caras pálidas y yo empecé a comprender. Querían algo, en especial, de mí. Sabían de qué tenía hambre yo. Conocían la existencia del cubo y del cuchillo. También sabían lo que le sucedía a mi cuerpo; sabían que yo tenía las marcas del poder.

Nadie más lo vio. Los empleados de La hora miraban a Bob Rogers. Buddy Gomez, que siempre llevaba su cámara a todas partes, se la colocó al hombro.

—A la mierda —dijo—. Mi trabajo es filmar. No pienso perderme esto.

—Tonterías —gritó Sally Benchborn—. O bajas eso hasta que hayamos arreglado esto o te atravieso.

—¡Me gustaría verte intentarlo, zorra!

Sally se levantó un extremo del chal por encima del hombro y apuntó al cámara.

—Dame un motivo, pendejo.

Stimson Beevers saltó en medio de los dos. Sally bajó el rifle. Stim sonreía.

—¡Vosotros dos, despertaos! ¡Que todo el mundo despierte! —Su voz tenía el tono exuberante de un predicador. Ninguno de los que estábamos allí le habíamos visto tan animado nunca—. Estáis todos a punto de morir, y no podéis hacer nada.

—¿Tú formas parte de esto, rata? —Sally le empujó con la bayoneta.

—No lo comprendes. Es hermoso. Es conocimiento, sabiduría. Estáis a punto de ser reclutados. Yo también tenía miedo, y dudaba, pero he recuperado el sentido común. Y ahora él está aquí. —Stim hizo una pausa, levantó una mano y señaló hacia una de las entradas de la sala de visionado—. ¡Y todo va a ir bien!

Torgu entró. Enfurecido y salvaje, irrumpió desde la oscuridad con su inmensa cabeza, con su largo cuchillo como un hacha dentro del cubo. Caminó hasta el centro de todos nosotros y los puntales de las paredes se estremecieron. Bob Rogers vio solamente a un enemigo, a un demonio procedente del infierno del centro de la cadena en la calle Hudson. Sus labios dibujaron una mueca. Señaló con el dedo.

—¡La cadena! —gritó.

Stim se rio. Sally Benchborn bajó la bayoneta y los demás se apiñaron detrás de ella. Yo me dejé caer de rodillas con Austen. Las hordas de los muertos cantaban la cercanía del triunfo. Stimson Beevers se colocó delante de la bayoneta de Sally Benchborn, todavía divertido. ¿Tenía intención de defender a Torgu? Ella le clavó la bayoneta en el vientre. Hubo un momento de silenciosa conmoción. Sally soltó el arma y Stim se tambaleó hacia delante y hacia atrás, sorprendido. Torgu se acercó a él con una calma majestuosa, como un impresionante y compasivo rey de los muertos. Se oyó el ruido del cuchillo dentro del cubo. El rey levantó el brazo, alto, por encima de la cabeza y el filo del cuchillo se precipitó hacia abajo y cortó a Stim, penetrando entre su hombro y su cuello y llevándose su cabeza calva, que voló hasta el tumulto de los sedientos de sangre. Torgu tiró el cuchillo, sujetó el cuerpo de Stim por los hombros y llevó los labios hasta el lugar donde había estado su cabeza. Finalmente los muertos vinieron a la vida, su canción se elevó como desde un coro de catedral. Los editores levantaron la cabeza y miraron a sus colegas. Edward Prince se reía socarronamente.

A mi lado, Austen abrió los ojos.

—Hazlo —me susurró.

—No puedo.

—Muéstrate.

Torgu, que se encontraba cerca de nosotros, nos oyó. Dejó que el cuerpo de Stim cayera al suelo, en un horrible gesto final de la relación entre dueño y esclavo. El jugo humano le bajaba por la barbilla. Me vio, y sus ojos mostraron una emoción de gran ferocidad. Él conocía mi secreto. Él sabía que los muertos se habían enamorado de mí, que se habían vuelto contra él. A nuestro alrededor, los vivos notaron la sobrecogedora fuerza de un poder maligno y sucumbieron, se dejaron caer, uno a uno, de rodillas. Vi a los muertos de la guerra de Secesión devorar la mente de Sally Benchborn con expresión de exquisito placer; su chal volaba como si fuera la bandera de un ejército derrotado y acabó cayendo sobre su propia bayoneta. Sam Dambles participó en su propio linchamiento: las piernas le temblaron, colgado de una soga, sus manos habían hecho el nudo. Nina Vargtimmen quemó a brujas y gritó en Salem, arrastrada hasta las llamas. Skipper Blant se sentó en el suelo, tranquilo y frío como un Buda, y se sacó las uñas sin emitir ni un grito. El resto también estaban perdidos, cada uno en su propia pesadilla de muerte privada.

Torgu ya no se preocupó de ellos. Se acercó a mí con una mirada de desolación, pero su poder se había debilitado. No dio ninguna orden. Por el contrario, buscaba algo de mí. Hablaba. La verdad apareció entre nosotros sin que mediara una palabra. Esas personas, mis colegas, no eran para él. Eran ofrendas. Me los estaba ofreciendo a mí. Yo asentí con la cabeza. Él asintió con la cabeza. Ese intercambio hizo estremecer de placer a los ejércitos de muertos. Torgu quería darme esa carga, pero no podía hacerlo por voluntad propia. Tenía que serle arrebatada.

Dejé a Austen en el suelo y me levanté. Torgu me tomó de la mano. Tuvimos un momento de conexión pura y verdadera. Las paredes hicieron un ruido sordo, el suelo se movió, una oleada de poder me atravesó y me hizo caer al suelo.

 

Julia Barnes había encendido la octava mecha de la mañana. La había visto encenderse y apagarse. El sobrino de Flerkis le había vendido una porquería. Y si las mechas eran malas, el explosivo también debía de serlo. Qué tonta. Años atrás, ella nunca habría cometido ese error. Volvió a la caja e introdujo un dedo en la tira de C-4 que rodeaba las dos cajas. Sacó las últimas dos mechas. Daba igual, pensó. Nadie podía acusarla de abandonar. Después, eso era exactamente lo que iba a hacer. Abandonaría. ¿Por qué había tardado tanto en darse cuenta? Dejar el programa sería lo mejor. Diez años en ese sitio y allí estaba, encendiendo mechas. El trabajo se había vuelto difícil. La hora se había encontrado con su creador. Tres décadas y pico eran lo máximo que uno aguantaba en el negocio de los medios. Se había acabado.

Unió dos mechas al C-4 y las alargó por encima de la alfombra hasta su sitio en las habitaciones del otro lado del pasillo. Ya no le preocupaban los resultados. Empezaba a pensar que tenía que ir a comprar filetes para sus hijos. Esa cosa no iba a prender. Sacó la caja de cerillas, extrajo dos, las encendió y las llevó hasta la mecha. Ambas se encendieron, pero una se apagó. La otra recorrió su camino. ¿Y eso? Ella lo observó con orgullo y sorpresa que las chispas salían de la habitación, giraban por la puerta y corrían por encima de la alfombra hacia las cajas. Algo se movía entre ellas. Oh, dios, había alguien allí.

—¡Sal de ahí! —gritó—. ¡Es una bomba!

De forma instintiva, agarró el bolso. Localizó el contenedor de las mechas y alargó la mano para coger la caja que contenía las otras barras de C-4. No estaba allí. Ella buscó en la alfombra por todos lados, como si buscara una lente de contacto que se le acabara de caer.

—Oh, mierda —exclamó sin darse cuenta.

Las otras barras estaban en la caja, al lado de la caja grande: las había dejado allí por accidente. Sus hijos adolescentes levantarían los ojos al cielo, típico de mamá. En el último segundo, se enroscó en el suelo. Rezó pidiendo seguridad, felicidad y salud para su familia. La explosión la envolvió como una aparición sagrada, una brillante última visión de la gloria de su juventud.

 

Después de un momento de silencio, todos gritaron, conmocionados por los tormentos. Yo me encontraba de cara a Torgu, que también había caído. Estaba descentrado. El terror le atenazaba la mente, y no era miedo de mí. Vi en sus ojos el pánico a una traición inesperada.

Siseó en la oscuridad como un gato sorprendido:

—¡Evangeline!

Se levantó del suelo y se alejó corriendo, abandonándome en la ruina de esa vasta catástrofe, en medio de sus consecuencias. Austen gemía. En la semioscuridad, los muertos sin ojos parpadeaban. Habían esperado y observado. Sabían cuál era mi intención y la impaciencia crecía en su corazón.

Yo pensaba seguir a Torgu y acabar con él, pero primero estaba mi responsabilidad con mis colegas. El olor de cordita impregnaba las salas. La fuerza de la explosión había derrumbado la pared del fondo de la sala de visionados y la alfombra estaba encendida. El humo lo llenaba todo. La gente se desgañitaba tosiendo. Se arrastraban a gatas sobre la alfombra, huyendo del fuego. En el lado de la habitación que no había sido dañado, las estructuras que soportaban el peso estaban intactas y la gente gritaba, animándose a evacuar. Austen no llegaría muy lejos, el dolor era demasiado grande. Había perdido demasiada sangre. Pidió que le llevara a su oficina. Levanté al viejo en brazos y lo llevé a su habitación, donde el cuerpo desnudo y frío de Edward Prince se encontraba tumbado encima del escritorio de su ayudante. Había conseguido llegar hasta su oficina, pero no más allá. En su cara vi una paz eterna. Dejé a Austen en el sofá y fui a buscar su diario. Le limpié la sangre de la cara con algunos papeles de su escritorio y le dejé allí, querido viejo amigo, y volví a la carnicería de la sala de visionado.



                                                                 EPILOGO

Evangeline Marker, antes de volver a su trabajo, fue capaz de localizar este documento permitiéndome, asi, realizar esta última inserción antes de que mi fuerza se rinda. Debe ser un descargo de responsabilidad. Como medida de seguridad, voy a dejarlo en la caja fuerte de debajo de mi escritorio. Si algún daño me alcanzara en esta oficina, esto quedará como testimonio de mis sospechas y de nada más. Permítanme que sea claro al respecto. Aunque parezca lo contrario, continúo manteniendo que nos encontramos con un terrorista que tiene acceso a armas biológicas y químicas. También es bueno con el cuchillo, lo cual sugiere que ha recibido algún tipo de entrenamiento militar, o quizá sea una habilidad natural. Dicen que los chechenos son especialmente hábiles con los cuchillos, así que quizá sea uno de ellos. Todo el resto es un acto de guerra psicológica dirigida por un enemigo muy sofisticado. Por un momento consiguió embaucarme, pero al final lo veo claro. Semper fidelis, Austen Trotta, 24 de mayo.

 

Sam Dambles, lejos de sus perseguidores, ayudó a la gente a salir de la planta, apremiando a todo el mundo para que escapara del edificio. La mayoría se encontraba paralizada por el miedo, incapaz de salir de la planta. Yo me abrí paso al lado de ellos y ellos contemplaron mis movimientos con una mezcla de pesar, horror e incredulidad. Encontré el cuchillo y el cubo de Torgu no muy lejos del destrozado cuerpo de Sally Benchborn, todavía empalada con su bayoneta. Le cerré los ojos y me concentré en mi trabajo. El hecho de que hubiera abandonado sus objetos era una muestra de su desorganización. Los reclamé y seguí el rastro. Sabía dónde estaba Torgu; sólo le quedaba un lugar adonde huir. Los pasillos de la planta veinte estaban arrasados por el fuego. Los aspersores entraron en funcionamiento demasiado tarde. Las luces se habían apagado. El humo se hizo más denso y me llenaba los pulmones, haciendo que me doblara hacia delante. Continué. Los ascensores estaban inutilizables, su maquinaria se había colapsado, y las ventanas se habían roto a causa de la explosión. El viento entraba, avivando el calor. El fuego quemaría deprisa. Habría poco tiempo para escapar. ¿Quién había hecho eso? ¿Habíamos sido nosotros, Torgu y yo, cuando unimos las manos? No lo creía.

Encontré a Torgu al principio del callejón del magreo, llorando y esperándome, en el lugar donde antes estaban sus cajas.

—Tú no has hecho esto —dijo.

—No.

—Otra mujer —dijo.

—Julia Barnes.

—Era una loca. Ha volado mis objetos preciosos.

—Ella te ha detenido.

Él negó con la cabeza, me miró y sonrió.

—Pero tú no.

—Ella ha hecho volar tus cosas —dije yo—, pero ¿por qué hacer tanto destrozo? No lo comprendo.

Me di cuenta. Sus cosas no eran meros objetos. Eran recipientes. Las hordas grises vivían en esos recipientes, en sus piedras, cascotes, tubos, restos de tumbas, pero no podían volver, no podían renovar sus votos a Torgu. Julia se había ocupado de ello. El C-4 había quemado su energía. La destrucción de la planta veinte llevaba siglos gestándose. Torgu se lamentaba. No quedaba ni rastro de la conquista. Me miró con nostalgia; la sangre de Stim todavía le goteaba de la barbilla. Emitió sus sonidos, como si todavía tuviera el poder de seducir. Pronunció los nombres: Vorkuta, Treblinka, Gomorra. Sus labios murmuraban, pero las palabras ya no tenían sonido. Yo llevaba el cubo en la mano; el cuchillo hacía ruido en él. Con la otra mano le sujeté por las solapas de la chaqueta y le conduje hacia el pasillo en llamas. Mis músculos se habían fortalecido. Sentía las caderas fuertes, las venas calientes. Yo era el fuego en persona. Él iba a consumirse en mi calor, tal y como deseaba. Yo necesitaba un espacio con la intimidad suficiente para llevar a cabo ese rito de destrucción. Le conduje allí y los muertos nos siguieron. No había necesidad de insistir. Caminé por el pasillo mientras me iba quitando la ropa. Di una patada a un zapato, me quité los restos del pantalón. El fuego no podía tocarme. Yo quemaba con una fuerza mayor, estaba protegida. De vez en cuando los aspersores me enfriaban. El contemplaba el deslumbrante instrumento de su destrucción y lloriqueaba, pero no había ningún motivo para la melancolía. Observé con pena cómo se aproximaba, temeroso, un viejo espíritu necrófago de la tierra mortificado y redimido por el insoportable espectáculo de la carne humana. Lloriqueaba al ver la perfección de ese diseño, de esa realidad rosada y membranosa. Se oyó el ruido del cuchillo en el cubo.

Estábamos de pie en el pasillo delante de mi oficina. Yo no sabía qué sucedería cuando él muriera, cuando su privilegio fuera el mío. No sabía si eso sería doloroso o agradable, pero sí sabía que este lugar de la Tierra nunca quedaría libre de dolor. Ningún lugar lo está. Su mayor secreto, ahora el mío, era evidente. Solamente hay una lista. Los nombres que los muertos pronuncian son los nombres de todos los lugares de la Tierra. No existe ningún pueblo, ciudad, valle ni colina donde la raza humana no haya dejado a sus fantasmas masacrados. Ese conocimiento, que ahora había obtenido, no iba a abandonarme nunca. Yo no subiría al Cielo, no vería a los ángeles. Clementine había llamado a Torgu el Ab, Ausencia de Dios, pero yo no podía hacer nada con ese concepto. No me resultaba de ayuda. Dios no me había ayudado. Mi objetivo era la oscuridad.

¿Debía volver a bailar para él? La última vez había sido casi imposible hacerlo, cuando yo estaba desesperada de miedo y no imaginaba cuáles serían los efectos, en ese momento en que cada movimiento significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Esta vez yo me sentiría segura y fluida; la mía sería la actuación de una amante perfecta. Lo haría con calma. Lo atraería hasta que él se arrastrara hacia el recinto de mi oficina, que se convertiría en su tumba. La puerta había desaparecido. La explosión había hecho volar las ventanas, junto con el bolso Kate Spade. El fuego se elevaba mucho en los espacios vacíos que se habían formado a causa del derrumbe de paredes y suelos. La conflagración se lo acabaría llevando todo. Todos íbamos a morir. Por la ventana vi el destello de otras oficinas en el extremo opuesto del agujero. El tiempo transcurría fuera. Había llegado la noche. Oí las sirenas sonar a lo lejos. Venían a por nosotros, igual que habían hecho antes.

Torgu estaba a mis pies. Yo permanecí allí mucho rato, permitiéndole que observara mi cuerpo, que contara los símbolos en mi cintura, en el interior de mis muslos, que observara esa piel nueva que él me había dado, esa relación escrita del terror por todo mi cuerpo. Unas lágrimas le surcaron las mejillas. Farfullaba, presa del deseo. Pero yo no iba a bailar para él. Lo decidí allí mismo, en ese momento. Había llegado su turno de desnudarse. Dejé el cubo con el cuchillo en el suelo.

El fuego le había prendido las ropas. Se las arranqué del cuerpo, y fue como arrancar tiras de piel humana. Él aulló, sorprendido y humillado. ¿Era ésa su recompensa? Sabía lo que yo tenía en la cabeza e intentó escaparse a rastras: una ridícula derrota. Arranqué la última tira de tejido y conocí otro de los horrorosos secretos de la existencia de esa criatura.

Su físico no era otra cosa que la suma total de su colección de objetos destruidos, violados: sus hombros eran pilas de yeso; sus costillas una serie de horquillas rotas; sus piernas, tubos; su piel era una sucesión de capa sobre capa de inscripciones y símbolos, un ejército de protozoos lingüísticos tatuados en su piel Se sentó delante de mí, como yo. «Un día —pensé—, yo seré esto.»

Los muertos esperaban. Durante un rato, no me moví. Él alargó la mano hacia mí, lamiéndose los labios, contoneándose, intentando atraerme a sus labios. Pero yo me aparté y tomé el cubo con el cuchillo. El momento de la transformación había llegado. Sentí un respeto religioso. Podía ver hacia atrás en el tiempo de una forma inimaginable: nuestra historia era un océano de sangre, un océano incendiado igual que ese edificio.

Me arrodillé delante de Torgu, le miré y dejé el cubo en el suelo. Le puse una mano en el hombro para tranquilizarle y le dije la verdad en un susurro:

—Éste es un acto de compasión.

A espaldas de Torgu se veían las luces de Manhattan, que se apagaban, por fin el apagón. Saqué el cuchillo del cubo y noté su crueldad. Él hubiera querido verme levantar los brazos por encima de la cabeza, izar mis rizos al aire, contonear mis caderas hasta que el humo de su destrucción le manara por los poros. Así es como Torgu había imaginado su propio fin, y la pérdida de ese sueño le resultaba insoportable. Las lágrimas se deslizaban por su rostro arruinado y por las cicatrices de su cuerpo. Si hubiera sabido cuál era mi intención, me habría matado.

Le agarro por la oreja y apunto el cuchillo sobre su cuello. Quedamos muy cerca, como dos amantes. Él es muy viejo. Yo, muy joven. Los susurros de agradecimiento se mezclan con el ruido de las sirenas, el estruendo de otra explosión. Sus piernas son puro hueso. Los muertos han perdido la paciencia. Están a punto de salir de él volando hacia mí. Me tiembla la mano y, en ese momento de indecisión, él se da cuenta, y yo sé lo que tiene en la mente. Comprendo cuál es mi verdadero deseo. Me siento atraída por las hordas grises. Ellas son mi futuro hogar y mi futuro esposo. Pero deseo otras cosas, también. Quiero la vida que me ha sido robada. Quiero lo que es verdaderamente y solamente mío.

Dejo caer el cuchillo. Sujeto el derrocado monumento en que se ha convertido la cabeza de Torgu con ambas manos y le doy un beso con todas mis fuerzas. Deposito mi saliva en sus fauces, le doy un beso que nadie podría comprender. Al final, antes de que el último rastro de sus labios quede reducido a cenizas, mientras todavía subsiste el temblor de mi beso y mis manos encuentran el vacío, oigo susurrar los nombres: los nombres de los lugares de los muertos aletean como mariposas, ascienden a un cielo de humo y de sueño. Antes de que nos abandonen, Torgu desaparece de este mundo y, como regalo de despedida, me agacho encima de las llamas, desnuda como la primera mujer, coloco las manos en el suelo y dejo que la carne se queme, como despedida, en esa pira funeraria de la monstruosidad de la historia.

—Adiós —le digo, les digo a todos ellos.

Pero él, ellos, se han marchado. Y yo me quedo sola con el recuerdo de Clementine Spence.






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