Overblog
Edit post Seguir este blog Administration + Create my blog
19 mayo 2009 2 19 /05 /mayo /2009 18:06
tierra-de-vampiros.jpg

 

LIBRO 13
Fantasma

                                                        CUARENTA Y CUATRO

                                 

Es mi primer día de vuelta al trabajo y estoy sentada de espaldas a la vista, a las ventanas que dan al punto donde se encontraba el World Trade Center, pensando que el mundo cambia en el momento en que uno cambia, y no antes. Lucho contra él con todas mis fuerzas, pero estoy perdiendo.

Hace nueve meses, esta ventana enmarcaba un vacío. Al otro lado del cristal solamente había cielo. Ahora este cielo arde de furia. Siento la densidad de ahí fuera, en mi espalda, sobre mis hombros. Si me doy la vuelta y miro, veo la violencia en sus ojos. Pero no debo darme la vuelta, lo sé. Si miras a los ojos de Torgu solamente una vez, los muertos te devuelven la mirada. Torgu dice que les va a abrir la puerta, que ellos nos van a abrir la mente, que se van a meter dentro de nosotros y que eso va a ser algo terrorífico y bello. Eso me hace sentir unos profundos escalofríos, pero también cierta emoción, no lo puedo negar. Yo misma lo he visto.

Un verano fui a un campamento católico de verano y una monja me dijo que Dios toca a una persona con un dedo cuando quiere que esta persona despierte y lo vea. Lo mismo hacen los muertos. Sus incontables dedos me están tocando, pero me he resistido hasta ahora.

Después de los ataques, La hora se trasladó temporalmente al centro de la cadena en la calle Hudson. Cuando volvimos a trasladarnos a este edificio, pedí una oficina sin ventana. Pero muchos productores hicieron la misma petición y estaban por encima de mí, así que volví a este espacio restaurado y tuve que lidiar con un enorme panel de cristal traslúcido y tintado que daba al agujero. «Muy bien —pensé—, esquivaré el tema.» Los de mantenimiento colgaron unos estores y la pared se convirtió en un espacio vacío. El televisor y el ordenador se colocaron delante de mí, al igual que las estanterías, el sofá y las lámparas. Detrás de mí no había nada. Otra gente hablaba de que estaban alucinados por lo macabro que resultaba encontrarse en una oficina que anteriormente había estado de moda y recargada. Yo detestaba esas conversaciones. Había acabado el día y no necesitaba ningún refrito.

Pero ahora pienso en esa mañana de septiembre y comprendo algo con absoluta claridad: ese día supuso mi introducción a Transilvania. Ese día fue cuando de verdad empezaron los susurros en mi cabeza.

Antes de que eso sucediera, yo era feliz. Mi poco recomendable y dañino romance con mi jefe de Omni Media, el señor O'Malley, había terminado gracias a mi determinación. Robert y yo nos habíamos conocido en el bar de Maritime y empezábamos a ser muy amigos. Yo había llegado al trabajo después de recorrer veinte manzanas caminando desde su apartamento. Seis meses antes, gracias a la ayuda del señor O'Malley, había conseguido el trabajo con Austen Trotta, había perdido cuatro kilos y medio con la dieta Atkins y tenía un aspecto verdaderamente fantástico, el mejor que había tenido desde la universidad.

Una hora después de llegar al trabajo, esa chica bendita murió para siempre. Me doy cuenta de eso ahora. Oí la primera explosión y me imaginé que era un ataque terrorista, aunque no pensé en un avión. Ninguno de nosotros sabía que era eso. Pero un tío mío que se encontraba en el World Trade Center durante el atentado de 1993 me había descrito vívidamente el descenso de los veinte pisos a través del humo. Yo reuní a mis amigos y les obligué a cerrar los ordenadores y a colgar los teléfonos. No me habían nombrado capitán de bomberos, pero les aparté de los ascensores y les empujé hacia las salidas de emergencia, fuera del edificio. Fui yo quien hizo todas esas cosas. Me sentía absolutamente tranquila. Cuando estuvimos fuera empezamos a movernos más deprisa, y bajamos la calle Liberty hacia la calle Church. Todo a nuestro alrededor, en el mundo exterior, era un caos: los policías corrían, nadie sabía nada, y la torre norte se escondía a nuestros ojos detrás de la torre sur, que tenía su habitual aspecto azul brillante. Arriba veíamos el humo, y sabíamos que era horrible; éramos periodistas y ese tipo de cosas forman parte de nuestra vida. Pero entonces le llegó el turno a la torre sur, y yo no estaba preparada para ello. Ian gritó: «¡No mires!», pero yo trabajo para la televisión. Nosotros siempre miramos, y eso hice, y algo me inundó. Estaban saltando. Algunos de ellos ya habían caído a la plaza, en medio del fuego. Levanté la mirada, esa chica que había empezado ese día levantó la mirada, y fue su último instante. Me sentí dentro de ese cuerpo, sentí su miedo, su dolor, su confusión, sus recuerdos y su sorpresa. Creo que en ese instante mi interior, o como quieran llamarlo, se derrumbó. Pero eso no fue todo. Cometí el pecado de mirar y lo pagué viendo todavía más cosas. Mientras me encontraba allí de pie, contemplando la forma que cobraba mi nueva vida, el segundo avión se estrelló contra la segunda torre.

Ian me ayudó a alejarme; querido Ian. Me guió y, con Stimson y unos cuantos más, corrimos por la calle Church y atravesamos el distrito financiero en dirección al puente de Brooklyn.

Subimos al puente cogidos de las manos, los unos a los otros, e intentamos ponernos en contacto con nuestra gente por el móvil, sin dejar de mirar atrás. Fue allí, yo estaba allí, encima del puente, cuando la primera torre se desplomó con una tormenta de polvo. Los edificios repitieron aquello que ya había sucedido en mi interior. No necesité oír los cuentos de miedo, ni los análisis de nuestro traumatizado país, no necesité dar vueltas a nada relacionado a ese asunto, ni siquiera en nuestro primer día de vuelta a las oficinas en que caminé hasta la calle Liberty y me dirigí a la boca del metro recién abierta. Me ocupé de mi trabajo. Lockyear me hizo el favor de no proponer historias relacionadas con los ataques. Yo me ocupé de mi trabajo, me hice una reputación en La hora, y me prometí. Esa fue mi ONG particular.

 

Estoy sentada ante mi escritorio escribiendo estas lastimosas notas mientras me embarga un fuerte anhelo: quiero estar en otra parte, deseo ser alguien distinto. Esta sensación es un alivio ante la agudización de la enfermedad, un debilitamiento de esa energía que siento a mis espaldas. Me reduce el deseo de sangre, pero las imágenes no me abandonan. Soy esa chica, soy un millar de chicas y noto su calor. Estoy atrapada en ellas. Estoy en una de las plantas de esas torres y el suelo se mueve. Soy Clemmie, y ella se encuentra ante una ventana mientras la temperatura sube. Parece que el mundo tangible se está desvaneciendo. El ruido del infierno ensordece. En Rumania noté la presencia de unos asesinatos acaecidos cincuenta, cien, doscientos años atrás como si hubieran tenido lugar el día anterior. Resplandecían con una vitalidad lúgubre. Aquí, en este lugar, oigo el rugido de un mar gris.

No es extraño que Torgu tenga ese aspecto. El puro conocimiento que posee destruiría a la mayor parte de la gente; el saber provoca una corrosión física que sólo se puede aliviar vertiendo sangre. Se supone que la gente no debe tener este conocimiento. Yo no debería. Me tranquilizo y observo mi oficina: esta visión me centra por unos momentos. El bolso de la marca Kate Spade, ribeteado con los colores del arco iris, cuelga del tirador de la puerta y parece proceder de un país en el cual nunca nadie ha llorado. Lo compré el último día de trabajo antes de mi viaje a Ruma-nía. Me gasté lo que gano en una semana, pero no lo había utilizado hasta ahora.

Los cactus de encima del armario archivador han muerto. Mientras estuve fuera otras personas utilizaron mi espacio, pero no regaron las plantas. Parecen pulgares marchitos. Hay una fotografía de Robert y yo que nos hicimos uno o dos meses antes de prometernos en la cual mostramos una felicidad altanera. Ésa es una parte de mí, es lo único que puedo pensar. Es la parte de mí que está menguando; debe de haber otras. Mi madre siempre me había dicho que yo me convertí en una persona completamente distinta a la edad de seis años. Recuerdo mi pelo largo y negro que ocultó sus rizos, igual que un capullo oculta a la mariposa. Contemplo la misma vestimenta que he llevado hasta ahora, el pantalón azul oscuro y la blusa. Contemplo esos ojos de un marrón chocolate, pero en ellos ahora hay un fantasma. Antes Robert me besaba en los labios. Ahora me toma la mano y me besa los nudillos. ¿Adónde se ha ido su amada?

Noto a Torgu en esta planta. No le he vuelto a ver, pero las cajas lo delatan. Se ha traído su museo, ese montón de chatarra procedente de mundos destruidos. ¿Cómo lo llamó? ¿Su «avenida de la paz eterna»? También dijo que eran su fuerza: no es capaz de conjurar a los muertos sin esos objetos. O quizás es solamente un tema de comodidad. Me aventuré en ese pasillo atraída de forma instintiva hacia sus posesiones, deseando saber más, empujada por el tumulto auditivo en mi cabeza. Los muertos le han seguido hasta esta planta. ¿O quizá ya estaban aquí y son ellos quienes le han atraído desde el otro lado del mar? Él no podría resistirse a la llamada de tantos muertos. ¿Sabe él que yo también estoy aquí? Creo que sí. Nos encontramos en la cúspide de una gran comunión, él y yo. Él va a necesitar beber de una copa muy honda.

Me quedé de pie delante de las cajas y puse las manos sobre la fría madera. Los objetos empezaron a zumbar, me pareció, a hablarme, y yo comprendí lo que querían decir. Esas cosas tienen su propia melodía, su propia voz; son como unos receptores. Antes de que pudieran susurrarme sus secretos, alguien interrumpió: Julia Barnes.

Dije algo desafortunado, pero pareció que ella tuvo un presentimiento de lo quise decir. Quiso hablar conmigo, pero yo intenté escabullirme. ¿Cómo podría decirle lo que tengo en la cabeza? Soy una asesina. Incluso aunque ella crea que lo sabe, no es posible que comprenda lo que eso implica.

De repente, dijo algo que me sobresaltó:

—¿Torgu es su nombre de verdad? —preguntó en el momento en que yo salía del pasillo.

—No sé qué quieres decir.

Ella se interpuso en mi camino.

—Puedes decírmelo. —Pronunció esas palabras con demasiada rapidez: estaba asustada—. Quizá yo pueda decirte cosas que no sabes. Quizá nos podamos ayudar la una a la otra.

Me obligué a caminar despacio. Si salía corriendo, ella sospecharía. Pero ¿sospecharía qué? Ella me siguió hasta la zona de edición y estuvimos a punto de chocar con Bob Rogers. Éste ni siquiera nos miró, no pareció darse cuenta de que yo había vuelto, y de forma precipitada soltó un «hola, chicas» antes de desaparecer en la oscuridad que había a nuestras espaldas.

—Estamos bajo asedio —dijo Julia Barnes en voz baja para que nadie pudiera oírnos—. Necesitamos tu ayuda.

Yo me la saqué de encima.

 

Echaba de menos a Ian. Si Ian estuviera vivo, lo comprendería. Se sentiría horrorizado ante mi carnalidad y mi violencia, pero en el buen sentido. Él sabría encontrar el humor en esta broma enferma. ¿Qué podría haber ocurrido? ¿Qué absurda oscuridad? Fui a su oficina, que había pasado a manos de otro productor, y me quedé allí un rato pensando en mi amigo, pensando en la última vez que nos vimos. Stim estaba allí. Ian había estado enfermo.

Miré a izquierda y derecha. No había nadie por los alrededores: la planta veinte rebosaba del vacío propio de finales de primavera, viva con una vida invisible. Ayer Austen me llamó a casa y me habló de la reunión con Bob Rogers, me dijo que los empleados de La hora iban a volver de sus distintas misiones y aventuras por todo el globo para oír las grandes noticias, pero en ese momento el silencio caía, denso, en todos los rincones. Se oía el aire de los aparatos de aire acondicionado, que batallaban contra el enorme calor que nos ahogaba en ese mes de mayo en la ciudad de Nueva York.

Ian y yo nos conocimos durante mi primer día de trabajo como productora asociada con Lockyear. Yo todavía no había comprendido lo difícil que era ese hombre que iba a ser mi jefe y me encontraba en mi oficina. Me sentía feliz y orgullosa mientras desempaquetaba unas cuantas cosas cuando Ian entró sin ser invitado y sin anunciarse. Se puso cómodo en el sofá y dijo:

—De verdad que te compadezco.

Ese recuerdo me hizo sonreír.

—¿Te conozco? —le pregunté.

—Piensa en mí como en un observador de las Naciones Unidas. Si se comete alguna violación contra tus derechos, soy el chico a quien recurrir. Lo cierto es que no tengo capacidad ni de ayudarte ni de rescatarte, pero puedo tirarte unos cuantos paquetes con comida. Y, por supuesto, voy a emitir tu dolor y tu sufrimiento al resto de la oficina.

Más tarde tuve muchas ocasiones de recordar esas palabras, pero en esos momentos él las dijo con una sonrisa burlona en el rostro y lo único que pude hacer fue reírme de su exageración.

—Ian —dijo, ofreciéndome la mano.

Yo no se la estreché.

—Las Naciones Unidas no tiene jurisdicción aquí —le dije—. Y es una institución corrupta.

—Dios ama a los corruptos. Sin ellos, seríamos como los tiburones o los lobos, que se comen a otros animales pero no les joden primero. Si quieres mi ayuda, tienes que hacer exactamente lo que te diga: dejarás que te invite a algunas copas y que te acose a preguntas sobre tu jefe y su jefe. Así es como funciona. A cambio, trabajaré a favor de tus intereses para minar a tus perseguidores. Básicamente, eso se encuentra en una página del manual de la mafia.

—Quizá te parezca naif, pero me siento afortunada de tener un trabajo aquí.

Él meneó la cabeza y sonrió con amabilidad:

—¿«El trabajo os hará libres» es tu lema?

—Si tú lo dices.

—Lo digo.

—¿Por qué me has escogido a mí, si te lo puedo preguntar?

—Por dos razones. Por una, en realidad. Eres bastante atractiva.

Yo me sentí lo bastante complacida como para aceptar su compañía un rato más. Le pregunté qué era lo que hacía en el programa y me informó de que, en verdad, era, técnicamente, un extremo izquierda de uno de los productores de Skipper Blant, pero que Blant le había dado la oportunidad de producir y él la había aprovechado —sus propias palabras— y tenía muchas esperanzas de convertirse en un productor hecho y derecho con una paga de verdad en cuanto un puesto quedara libre, es decir, en cuanto alguno de los productores de Blant fuera despedido o renunciara a causa de la frustración.

—Sólo quiero que sepas —dijo, en conclusión— dónde has ido a parar. Esto no es una oficina: es un país. En el mapa de las Naciones Unidas es conocido como Tierra de Vampiros y para obtener un pasaporte sólo necesitas una cosa: tener la capacidad de sufrir en vano por todo. Felicidades. Me parece que vas a ser muy feliz aquí.

Nuestra conversación terminó igual que había empezado. Él se levantó del sofá, volvió a proponerme que desolláramos a Lockyear mientras tomábamos unas copas y se fue. Al cabo del tiempo se convirtió en productor, y nos hicimos amigos.

Su oficina se encontraba en un cruce entre la luz y la oscuridad, en un lugar donde todavía llegaba la luz natural del sol sobre el río, pero cerca del punto donde comenzaba uno de los cavernosos pasillos centrales. La oficina tenía una ventana que daba sobre las aguas. Desde allí no se veía el World Trade Center, y por eso me gustaba. Cuando nos trasladamos de nuevo a la planta veinte, empecé a pasar mucho tiempo allí. Era natural para mí entrar en su oficina y encontrarle vivo. Nuestras oficinas se habían vaciado al mismo tiempo. Me vino una idea egoísta: él había renunciado a su vida para cuidar de la mía. Querido Ian. El debería haber dirigido La hora, era lo mejor que La hora tenía. Levanté la mano para llamar, pero dudé. Desde la izquierda y la derecha llegaba la luz del sol que entraba por las otras oficinas y la planta tenía un aspecto luminoso, como si flotara encima de una brillante nube.

Llamé. No respondió nadie, pero la puerta se abrió un poco. Acerqué la oreja y no oí nada excepto la máquina de interferencias. Las voces de mi cabeza parecieron remitir un momento, o las noté menos.

Era posible que entrar en su oficina me hiciera daño. Quizá me haría más daño de lo que yo imaginaba. ¿Y si no había ni rastro de ese hombre que yo había conocido y a quien había querido? Hacía meses que había otro productor sentado en su silla. Escuché el ritmo de la máquina de interferencias. Ian nunca había tenido una máquina de interferencias: las encontraba ridículas.

Abrí la puerta. Había un hombre sentado ante el escritorio, de cara a la pantalla del ordenador.

—Lo siento mucho —tartamudeé—. No pensaba que encontraría a alguien.

Él se dio la vuelta y se levantó.

—¡Line!

La conmoción me dejó clavada en el suelo. Iba vestido como siempre, con una camisa blanca almidonada, una corbata roja, una chaqueta azul y tirantes. Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás. Qué alegría de hombre. Hacía sonreír a todo el mundo con sólo mirarle, era un gallo benevolente. No había ninguna crueldad en su vanidad, ésa era la clave, el hoyuelo de la barbilla delataba que no tenía ningún falso sentido de la rectitud. Se reía de sí mismo.

Yo hacía broma y le decía que se lo había hecho con cirugía plástica, y él respondía que mis grandes ojos sólo podían ser el resultado de una inseminación alienígena en un laboratorio gubernamental de Nevada.

Y allí estaba, con su elegante chaqueta.

—Oh, Ian —dije.

—Dame un abrazo, Line.

Solamente Ian me llamaba de esa forma. Tuve una absurda sensación de que mis brazos le atravesarían, como si estuviera hecho de aire, pero le abracé y tenía consistencia. Sentí una gran felicidad. Él me condujo hasta el sofá y me hizo sentar.

—Te has vuelto una mujer de pelo rizado —dijo—. No digo que sea algo malo, pero es sorprendente. Siempre has sido la mujer de pelo menos rizado de la planta. Tu carencia de rizos era casi extraña.

—Eres muy raro, pero gracias.

—De nada. Dios, es fantástico verte, Line. Line, Line.

—Llámame por mi nombre de verdad por una vez.

Él sonrió.

—Dios, no. Tus absolutamente agnósticos padres deberían ser ejecutados por ponerte ese nombre. Y ni siquiera es por como se pronuncia el nombre en la canción.

Y cantó, igual que había hecho tantas otras veces: «¡Evangeline, la del Maritime, se está volviendo loca poco a poco!». Habíamos tenido esa misma conversación muchas noches, borrachos, en muchos bares del centro de la ciudad.

—Lo hecho, hecho está, Ian.

—¿Es eso lo que dijiste después de matar a tu amiga?

Esas palabras me atravesaron. Quería responder. Tartamudeé.

—Tú, tú sabes...

—Por supuesto. Pero nos estamos saliendo del tema. Estos rizos nuevos tuyos son muy atractivos, muy sexy. ¿Le molan a tu cocinerito?

Esa pregunta no era insustancial. Sonaba insustancial, pero no lo era. En cuanto yo me pusiera seria, él también lo haría. Así era él.

—Él no está muy bien, Ian.

Se oyó un suspiro, como el del aire acondicionado. Me puso una mano en el hombro.

—Lo vi —dijo—. Vi lo que le hicieron. Yo estaba allí.

—¿Le hicieron? —Ese fruto de mi imaginación me estaba ofendiendo profundamente—. Intentó suicidarse. Deja de ser mezquino.

Me dirigió una mirada que me hizo saber que yo estaba equivocada.

—Ellos son como tú. Le sangraron, Line. Pero no le mataron.

Se me quedó la mente en blanco.

—¿Quiénes?

—Tus amigos —dijo Ian.

Miré un largo rato a ese fantasma y dije:

—¿Sabes lo que me sucedió, Ian?

—Lo he oído decir —dijo—. Te llama La puta de Babilonia, como si fuera un predicador de los viejos tiempos.

—¿Sabes lo que hice?

Su rostro adquirió una expresión triste. Un cierto alivio me atemperó la rabia. Alguien más lo sabía, aunque fuera solamente en mi cabeza. Él se señaló el pecho con un dedo.

—Me rompe el corazón.

—Me gustaría que no te hubieras ido.

Él sonrió con dulzura.

—No me he ido.

Me incliné y me llevé las manos a los ojos. Lloré en sus brazos mientras él me acariciaba la nuca. Por una vez, habló en voz baja.

—Cuando la gente hablaba de escapar de sus vidas, yo no lo comprendía de verdad. Yo quería penetrar más. Nunca quise salir, ni por un minuto. Es un escándalo enorme que esté muerto.

El dolor me embargó.

—Pero tú también has cambiado, Line. Tú también has muerto.

—¿Sí?

—Absolutamente. Más de una vez.

—¿Soy un fantasma, entonces?

—Diablos, no. Algo peor.

—¿¡Qué!? —grité. De verdad quería saberlo.

—Eres aquello que antes llamaban una diosa, en el sentido más temible.

Esas palabras calaron en mí. Me tranquilizaron; eran muy propias de Ian. No tenía ninguna razón para creerle, pero me permití creer que él existía y que tenía una sabiduría especial. Me senté y él me ofreció el puño de su camisa para que me secara los ojos.

—Tengo que preguntarte una cosa, Ian.

Él asintió con la cabeza, como si por fin hubiéramos llegado al tema de toda esa conversación.

—¿Me están esperando, verdad?

Él asintió.

—Son como gatos. Una vez les has dado de comer, nunca más se van. Siempre están ahí. —Se señaló el pecho—. Estarán ahí hasta el último minuto del último día. ¿No lo sabías? La planta veinte es su casa.

—El reino de Torgu.

—Él está utilizando sus deseos, y utiliza los deseos de todos aquellos que han sido destruidos. Está utilizando su deseo de ser escuchados. Todos los muertos quieren hablar, y él lo sabe. Conoce el terror que le tienen al silencio.

—Sé cómo destruirle, Ian.

—Sé que lo sabes.

—Pero quiero otra cosa.

—Ya.

—¿Eso está mal?

—Es horrible.

—Pero ¿está mal, si eso lo que soy?

—Ahora eres una asesina. ¿Qué te importa?

—Respóndeme.

—Es una elección. O te vuelves como él o dejas a los muertos con su tristeza.

Pensé en Clemmie, otro fantasma con quien había mantenido una conversación, aunque «fantasma» parecía una palabra grosera e inútil. Comprendía por qué ella había venido a mí. Yo fui su amante y su asesina. Albergaba agravios. ¿Por qué hablaba Ian? Yo no había bebido su sangre. Quizás otras leyes gobernaban a los muertos. Volví a hablar:

—Una vez le dije a un amigo que los muros entre las cosas se habían vuelto muy delgados, que yo podía alargar la mano y entrar en una nueva realidad. Y eso es lo que he hecho, ¿verdad? He salido de una realidad y he entrado en otra en la cual tú todavía estás vivo. He atravesado un muro.

—Has atravesado varios.

Comprendí que la voz de mi cabeza, las imágenes de mi mente, habían desaparecido. Eso me hizo sentir suspicaz.

—¿Cómo es que estás hablando conmigo? ¿Eres uno de los de Torgu?

—En esta planta todo se mueve de un pasillo a otro. Los muros se han desvanecido. Los muertos caminan al lado de los vivos, y los vivos lo notan, lo oyen, lo perciben, lo absorben, aunque todavía no puedan verlo. Pero lo harán. Todo está confluyendo. Es por eso que has llegado aquí con tanta facilidad, Line. Es el desmoronamiento fundamental. Esta es tu oportunidad. Destruye a Torgu y dejarás a los muertos solos con ellos mismos. Estarás liberada. Síguele y te perderás por completo. Te convertirás en él. Serás peor: la reina de los condenados.

Se pasó una mano por el pelo: la primera señal de ansiedad.

—Él ha venido aquí por ellos. La muerte atrae a la muerte, ése fue el impulso original. Pero tú también le atrajiste. Le incitaste, diría. He oído la historia: él se la cuenta a los muertos como si fuera un cuento infantil para dormir. Dice que utilizaste tu carne para hacer una obscenidad contra su dignidad, y que eso no podía perdonarse. Esa historia aterroriza a quienes la escuchan. Él se ha vuelto un poco loco después de siglos de soledad, de mínimas ganancias allí en la cima de su montaña. Es un verdadero quejica. Yo le oigo por la noche, cuando la oficina está vacía. Las montañas se han despoblado y él estaba cansado de esperar. Así que ha venido aquí, con tu ayuda, ha venido a un lugar donde puede sentirse realmente cómodo, un lugar que se encuentra aliado de un gran agujero en el suelo donde murieron miles de personas. Es un lugar repleto de muertos, y él quiere utilizarlo para traer sus ejércitos al mundo. Quiere traer sus historias a la existencia. Sería más sencillo pensar en él como en el más extraño aspirante a famoso del mundo. Rumania era un mercado demasiado pequeño, un segmento de mercado, así que se ha trasladado y ahora se afana en conseguir tanta atención como sea posible. Y cuando lo consiga, los muertos habitarán en nosotros para que podamos conocer su violencia. Entre nosotros existe un dicho: «Después de la última palabra llega la tormenta. Ahora es el momento de la última palabra».

—Pero ¿qué pasará, Ian, si vienen? ¿Será tan malo?

Él me clavó una mirada de advertencia terrible: era la primera vez que le veía verdaderamente enojado conmigo.

—Si vienen, la carrera ha terminado. Perderemos la única bendición que tenemos, nuestra capacidad animal de olvidar. Aquellos que viven para los muertos, no importa lo que te digan, se convierten en muertos. Los últimos supervivientes, sumidos en el recuerdo de la sangre, se desmembrarán los unos a los otros.

Me salió una objeción inesperada.

—Dios me perdone, Ian, pero ¿no hay algo profundamente hermoso en eso?

Él sonrió sin alegría.

—La exquisita belleza de un edificio en llamas.

Yo empezaba a despertar, o bien él empezaba a estar listo para marcharse. Alargó una mano hacia mí, invitándome a levantarme.

—¿En qué personas puedo confiar? —Le estaba perdiendo, como se pierde una voz que se difumina en el zumbido de la línea telefónica.

—Nadie puede ayudarte. Austen Trotta ha hecho unas cuantas cosas inteligentes durante estos años, pero esto está fuera de su terreno. Aunque le contaras lo que sabes, no te creería. ¿Me comprendes?

—¿Stim?

Los ojos de Ian se mostraban tristes y exasperados al mismo tiempo.

—Él es como tú.

Mi dolor comprendió la verdad. La furia me inundó.

—Él atacó a Robert.

—Torgu va a asesinar a todas las personas de esta planta. Va a cortar todas las gargantas. Y luego abrirá la puerta y dejará entrar a los muertos. Ha llegado el momento de ser decididos. De hacer lo adecuado, ¿me oyes? —Ian abrió la puerta para salir. Yo me quedé dentro, como si algún peligro acechara fuera.

—No voy a hacerlo otra vez, Ian. No voy a bailar para él.

Él desapareció en la luz del sol. Yo me quedé sola en la oficina.

 

Señor: He tenido un encuentro alarmante, y será mejor que usted lo sepa. Ha sucedido hace media hora. Después de haber acordado la reunión con Trotta me he dedicado a mis tareas habituales, guardar cintas, ordenar los archivos y solicitar licencias, aunque debo decir que a finales de mayo todo es lento e incluso los productores asociados se encuentran con la falta de actividad. De todas formas, tenía un par de cosas que hacer en la lista del año que viene, así que he continuado. He colocado un lector de vídeo en mi escritorio y he empezado a visionar cintas de los Juegos Olímpicos de 1972 en Múnich. Entonces ha sido cuando ella se ha presentado, Evangeline Harker. Ha sido un ataque. Ha empezado a tirar las cintas de vídeo por todas partes, dando manotazos al material como si fueran moscas, y ha montado un follón increíble. Nadie ha venido a rescatarme. Los pasillos estaban vacíos. Se ha quedado aquí, mirándome con los ojos encendidos. Sigue siendo muy guapa. Le he dicho que tuviera cuidado con las cintas y que si había dañado algún rollo, yo no podía hacerme responsable. Esa observación ha detonado algo en ella. Ha alargado la mano hasta el vídeo, ha apretado el botón de expulsión, ha sacado la cinta y ha estampado la máquina contra la pared. Quiero decir que literalmente ha levantado a peso la máquina, por encima de su cabeza, y la ha lanzado con toda su fuerza contra la pared de enfrente. Era el turno de que me encendiera yo.

—Pero ¿qué te pasa? —he gritado, con la esperanza de hacer suficiente ruido para terminar inmediatamente con ese encuentro, pero tal y como le he dicho, la mitad del personal no va a volver hasta mañana, y no ha venido ni un alma. Voy a citarla textualmente. Ha dicho:

—¿Por qué?

En ningún momento me he sentido en la obligación de contestar, pero ella se ha negado a marcharse. Después de haber destruido el reproductor de vídeo, se ha dirigido hacia el televisor. Lo ha levantado y lo ha tirado al suelo. La pantalla se ha roto. Ha cogido las cintas de encima de mi escritorio y me las ha tirado a la cabeza. Nunca la había visto de esa manera. Los restos de mi antiguo sentido de la responsabilidad se han reafirmado, me avergüenzo de decirlo, y me he puesto emotivo.

Me gustaría detenerme un momento y defenderme un poco. Se lo estoy contando todo porque sé que usted me lo va a sacar de todas maneras, pero también quiero recordarle mi absoluta lealtad hacia usted. No tengo por qué contar nada. Podría hacer que se esforzara por sacármelo, pero no es eso lo que está sucediendo. Estoy ofreciendo esta información de forma voluntaria. Ella me ha abofeteado y ha estallado en lágrimas.

—Mira tus dientes, Stim. ¿Los has visto? Se están volviendo del mismo color que los de él.

Yo le he respondido lo que era evidente:

—¿Y tú, Evangeline? ¿Qué me dices de ti?

Ella ha dejado de provocar destrozos.

—¿De qué estás hablando?

Yo me he secado los ojos y no he contestado. Si hubiera tenido el cuchillo, las cosas habrían sido distintas, pero no lo tenía.

—¿No recibiste mi correo electrónico, verdad? —le he preguntado.

Ella ha juntado las manos sobre el pecho y ha cerrado los ojos, más guapa de lo que la había visto nunca.

—Dios, Stim —dijo.

Yo he visto mi oportunidad, y va a sentirse usted orgulloso de mí.

—Pero él no está tan mal, ¿verdad? Nuestro hombre. Quiero decir que resulta bastante fascinante, ¿no te parece?

Ella ha alargado una mano hasta mi rostro, me ha puesto un dedo en el mentón como si yo fuera un niño pequeño y ha dicho:

—Es una masacre sangrienta, y tú lo sabes.

Yo he puesto las cartas sobre la mesa.

—Yo te amaba y hubiera hecho cualquier cosa por ti. Eso es lo que te decía en mi correo electrónico. Si lo hubieras recibido, comprenderías cómo ha llegado a suceder.

Ella es cruel.

—Lo hubiera borrado, Stim.

Yo me he sentido demasiado herido por su sinceridad. Lo hubiera borrado. Usted me avisó. He dejado caer la cabeza sobre el escritorio y he llorado de humillación, hasta que las lágrimas han inundado el escritorio. Dudo que nadie en La hora haya llorado nunca tanto rato ni con tantas ganas como yo. ¿Por qué hubiera borrado mi correo electrónico? ¿Por qué? Le he dicho que se fuera, pero ella ha empezado a acosarme.

—Tienes que decirme dónde está, Stimson. Tienes que contarme todo lo que sabes.

Por última vez, quiero ofrecer una explicación por mi momento de debilidad. He tenido una oportunidad, hubiera podido decirle que se fuera a la mierda, pero no lo he hecho. Todavía posee cierta influencia en mi corazón. Dígame qué tengo que hacer, y lo haré. Ordene, y se hará. ¿Quiere que ella muera? Pronuncie una palabra. Pero en ese instante, he cedido. Me he derrumbado y le he contado lo que sabía. Pero ¿en qué consiste eso, exactamente? ¿Se da cuenta? No sé tanto.

—¿Dónde se esconde? —me ha preguntado.

—Ni idea —he respondido, con sinceridad—, pero siempre está en los pasillos centrales después de medianoche. Pasea, canta y desempaqueta sus cosas.

Le he dicho todo eso, lo lamento, de verdad que sí.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Te lo ha dicho?

Ha sido un momento afortunado para mí. Una cosa es tener preguntas, y otra muy distinta es saber cuál es la pregunta correcta, y ella no lo sabía.

—Está haciendo lo que hace siempre. Escucha. Canta.

Su siguiente pregunta se ha acercado más a la cuestión.

—Pero ¿dónde consigue la sangre, Stim? Ellos no acuden a él si él no bebe sangre. ¿Entonces?

Yo no he dicho ni una palabra. Mi rostro no ha delatado ningún detalle. Pero ella ha comprendido.

—Has matado para él, desdichado.

He asentido con la cabeza, y ella ha temblado de indignación. He estado a punto de decirle lo orgulloso que me sentía, pero ella me ha agarrado la cabeza y me la ha estrellado contra el escritorio, rompiéndome un diente.

—Esto es por Robert —ha dicho—. Si creyera que es importante, te mataría yo misma. Pero ése es su trabajo. Al final, te cortará la garganta de oreja a oreja. No puede evitarlo. Será mejor que huyas.

Como humillación final, se ha acercado mucho a mí y ha cometido un acto infame que hubiera horrorizado a la antigua Evangeline: me ha introducido su cálida lengua en la oreja y ha susurrado un lascivo mensaje:

—Dile algo que ya sabe. Dile que la danza de la vida es más poderosa que la melodía de la muerte. Díselo.

Así pues, le comunico este mensaje ridículo junto con su ruego. Comprenda mi confusión. Usted me dijo que nunca se había encontrado con ella. Se lo digo con todos los respetos, aunque es una convención burguesa, pero parece que usted me ha mentido, y, tal y como prueba este mensaje electrónico, yo no soy culpable de la misma falta. Usted mintió por razones que son de su incumbencia, sin duda, y yo he sido educado según el protocolo y me doy cuenta de que ciertas decisiones deben tomarse independientemente de los límites convencionales, pero eso me parece una traición de la confianza y, teniendo en cuenta que siempre he considerado que éramos amigos, le pido que tenga en cuenta mis sentimientos heridos cuando juzgue este caso. Verdaderamente suyo, Stim.

Stimson: Ésta, ay, es nuestra última comunicación. Siga el consejo de la concubina: huya de este lugar. Porque si alguna vez le encuentro, no se pronunciará ni se admitirá ninguna disculpa. Yo.

A la mierda con Evangeline Harker, decidió Julia Barnes. Ha llegado el momento de ponerse seria. El momento de buscar ayuda. Hacía treinta y cinco años, por lo menos, que no pensaba en su antiguo suministrador de armas, Flerkis. En aquella época, tenía un trato casi regular con ese hombre, y él nunca había dado el nombre de ella a las autoridades, ni siquiera había estado vigilado por los federales, por lo que ella sabía; tan a ras de suelo trabajaba. Había existido una sociedad entera de estadounidenses del mismo tipo, que habían formado un verdadero mundo clandestino, un universo alternativo de bancos, tiendas, panaderías y posadas para personas cuyo idealismo les había conducido a oponerse al gobierno de Estados Unidos. Vista en retrospectiva, parecía una forma ridícula de vivir la vida, pero Julia lo había hecho durante tres años, instalada en algún rincón perdido de un par de ciudades del cinturón fabril del país —Jersey, Utica, Bethlehem—, mientras esperaba a que sonara el teléfono y la mandaran a alguna otra ciudad menos marcada por el capitalismo donde se llevaría a cabo alguna acción, como colocar una bomba en algún edificio por la noche o alguna cosa parecida. Nunca habían asesinado a nadie, pero habían reducido una gran cantidad de espacio de oficina. Durante esos días se había movido en unos círculos que sus colegas de La hora o bien desdeñarían con un profundo desprecio o bien encontrarían extrañamente divertidos; para ellos era un tipo de vida absolutamente banal. O eso, o eran demasiado jóvenes para conocerlo. ¿Era Weather Underground una página web dedicada al tiempo atmosférico? A Julia no le importaba. Cuando recordaba esa época lo hacía, en el mejor de los casos, con sentimientos encontrados. Pero, en las tres últimas décadas, nunca había sentido con tanta fuerza la necesidad de activar una parte de ese pasado para sus propios fines.

Flerkis vivía en un apartamento al lado de Grand Concourse en el Bronx y pasaba sus días trabajando de conductor de autobús para las escuelas de Nueva York. Nunca se había asociado con los Panteras, ni con radicales ni con gente parecida, y ese día el sur del Bronx estaba repleto de gente variopinta: acupuntores que adoraban a Ho Chi Minh, predicadores con armas de fuego, veteranos del Vietnam que practicaban el budismo... viejos amigos de Julia, pero gente odiosa según Flerkis. El conducía el autobús durante el día y, por la noche, llevaba una operación paralela relacionada con la compraventa de explosivos y armas de fuego. Tenía cuatro hijos con una chica jamaicana que se llamaba Daisy y debía de mantenerlos de alguna forma. Julia le consideraba «auténtico», un inevitable miembro de la realidad humana a quien los poderes oscuros querían ignorar o evitar, y era una de las razones clave, además del conocimiento que Julia tenía de la edición de películas, por las que ella había sido tan valorada por los pesos pesados del movimiento. «Hay que ir a por cigarrillos», le decían cuando llegaba el momento. Flerkis era el nombre de guerra, evidentemente falso, de ese hombre negro de ascendencia africana.

Pero en esa mañana de finales de mayo, haciendo novillos del trabajo y bajo la parrilla de un sol furioso —los aparatos de aire acondicionado de las casas destrozadas goteaban y temblaban, frenéticos— Julia no encontró ni rastro de su antiguo proveedor. Preguntó por ahí. Un par de señoras recordaban al caballero africano y a su esposa, Daisy, aunque el nombre de Flerkis no les decía nada. No era el nombre de verdad, claro, como tampoco lo era el suyo; alias Flerkis hubiera buscado en vano a alias Susan Kittenplan.

El día terminaba. Sus hijos iban a llegar a casa desde sus distintas actividades. Su esposo se preguntaría qué pasaba con la cena y con su presencia. No podía quedarse para siempre en el Bronx persiguiendo a un fantasma. Al final le pareció que la búsqueda era inútil. Necesitaba animarse, y Flerkis hubiera resultado de ayuda. Él le hubiera permitido recordar la época de su vida en que ella había tomado medidas drásticas para curar sus amargas heridas. Volvió a la estación de tren desmoralizada. A las siete de la tarde, cerca de Grand Concourse, la temperatura llegaba a los 35 °C. «Qué planeta tan lamentable —pensó—. Nos va a matar, de todas formas.» Los mendigos se desintegraban ante sus ojos. Los susurros de las voces flotaban y se mezclaban con los pitidos, los golpes, las bocinas y los zumbidos de ese ruidoso final del día. El tren llegó traqueteando sobre los raíles. Julia parpadeó con un movimiento rápido. Cada vez más, cuando cerraba los ojos, veía cosas terribles, así que mantenía los ojos abiertos el máximo tiempo posible. El tren se detuvo ante la estación, las puertas se abrieron, Julia se frotó los ojos y alguien le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿Susan? —preguntó un caballero mayor afroamericano.

 

22 de mayo,

diez y cuarto de la mañana

Torgu va a llegar pronto, así que tengo que escribir estas ideas tan deprisa como sea posible.

No puedo quitarme de encima la sensación de que ésta va a ser mi última mañana en la Tierra. Es absurdo. Cuando era un niño, a menudo tenía los mismos presentimientos falsos. Se lo contaba a mi madre y ella culpaba a un profesor de la escuela por animar mi lúgubre tendencia a leer libros sobre vidas infelices. De alguna forma, lo superé. Más tarde, en Vietnam, tuve un falso momento de clarividencia y supe cuál sería la hora y el minuto de mi muerte. Captaba los signos, igual que hacía una de mis tías solteras, y la sensación de claridad de mi cabeza desaparecía como encendida en llamas. Iba a morir en el bosque. Moriría un viernes. Nunca más volvería a ver a esta o aquella mujer. Entonces, igual que otras veces, el juego de las adivinanzas perdió su base. Pero ahora ha vuelto, con un sentimiento de venganza, así que voy a dejar el testamento y la última voluntad revisados.

Mi testamento real existe, por supuesto, y se lo dejo todo —vino, libros y obras de arte— a mi ex esposa e hijos. Mi abogado es un amigo y ha preparado un documento legal perfectamente ordenado, así que no tengo ningún miedo de que este diario pueda reemplazarlo, excepto en un sentido psicológico. Mi familia va a tener una impresión de mí que les resultará difícil de comprender, una última impresión final, y eso les va a hacer sentir infelices durante un tiempo. Se quedarán con el temor de que yo tenía un delirio incipiente, y esa idea me hiere. Mi cuerpo se ha debilitado, pero no mi mente, y odio la idea de que quede un legado basado en el fraude y en la falta de información. Sería más fácil quemar este diario por completo y dejarlo todo en el silencio, pero esa táctica sería una violación a mi probidad periodística. Así que la gente a la que quiero tendrá que sufrir. Pero, si soy sincero, este último testimonio de mi estado mental previo al encuentro con ese tipo extraño —he decidido seguir el plan aconsejado por Julia Barnes— no está destinado a mi familia. Tampoco está dedicado a la gran cantidad de personas que me han visto en televisión durante las últimas cuatro décadas, una en un noticiario de televisión y tres en La hora. Está destinado al puñado de amigos y confidentes que han formado mi círculo social en esta ciudad y durante esta vida. Y quizá pueda resultar de utilidad a unos cuantos más, a los esnobs y los excéntricos de esta ciudad a quienes nunca les he gustado mucho y que continúan teniendo una mala opinión de mí a causa del medio que he elegido, a pesar de que nunca he cedido a los escarnios de una manera de hacer que ha sido de utilidad para mí y para la población. Al leer esto, van a disponer de una buena cantidad de munición para terminar con mi reputación y enterrarla, con el recuerdo de mi trabajo, bajo un montón de escombros de crítica. Pero les desafío a que lo hagan. Escupo en la cara de esa banda de provincianos de la gran ciudad.

A continuación, he aquí de lo que quiero que quede constancia. Entre finales de verano y principio de otoño del año pasado, una de mis productoras asociadas, la señorita Evangeline Harker, desapareció en Rumania, en una región al este de los Alpes transilvanos. Tengo razones para creer que fue raptada y que, de alguna manera, sufrió abusos por parte de una figura del crimen conocido como Ion Torgu. Torgu, que afirma tener información privilegiada sobre los gobiernos de la época de la Guerra Fría y que también dice estar huyendo de unos asesinos contratados por las agencias de inteligencia del antiguo bloque del Este, parece tener acceso a un armamento químico y/o biológico y psicológico de un tipo que yo nunca he conocido. También parece albergar algún tipo de animosidad hacia nuestro programa, la naturaleza de la cual intentaré determinar en breve. Dimos a Evangeline Harker por muerta. Para nuestra sorpresa y alegría, ella apareció seis meses después, con vida, aunque desde entonces no ha sido capaz de hablar de ese período de desaparición. Mis especulaciones sobre un encuentro entre ella y Torgu están basadas en un presentimiento, y nada más, pero es un presentimiento abrumador. Más o menos en el momento de su desaparición, la cadena recibió un envío de cintas de origen desconocido desde Rumania. Esas cintas no contenían ninguna información visual y habían llegado sin haber sido solicitadas. No habían sido filmadas por ningún equipo del programa y no formaban parte de ningún segmento de La hora. Ningún productor las ha reclamado. De todas formas, por motivos que todavía no consigo comprender, un editor digitalizó esas cintas, introduciendo, así, ese material extraño en el sistema tecnológico compartido por toda la oficina y contaminando, por medios todavía desconocidos, todo nuestro sistema de edición y de grabación con algún tipo de virus auditivo. Además, esas cintas parece que tuvieron un extraño efecto colateral en aquellas personas que las visionaron: provocaron una letargía degenerativa que se ha expandido como una enfermedad contagiosa entre los editores y unos cuantos empleados más de la planta veinte. También existen motivos para creer que esas cintas han provocado violencia. Yo mismo he experimentado varios episodios de furia ciega y uno de ellos acabó casi con la muerte de mi perra. Por otro lado he sabido del «suicidio» de, al menos, un empleado, en extrañas circunstancias. Unas personas desconocidas llevaron a cabo un ataque casi fatal contra el prometido de Evangeline Harker. Para mi vergüenza y frustración, ningún médico ha sido capaz de diagnosticar esta enfermedad colectiva y nuestra maravillosa e indispensable gente se ha visto obligada a defenderse por sus propios medios de esta fuerza que está más allá de nuestra capacidad de comprensión. Soy de la sincera opinión de que estos hombres y mujeres han sido progresivamente envenenados por un arma química y/o biológica que se ha inoculado a través de esas cintas. En este momento en que escribo, según Julia Barnes, por lo menos una docena de editores no se han presentado en el trabajo.

Estas acusaciones ya serían, de por sí, bastante siniestras. Pero es mucho peor. A principios de este año, no mucho después del apagón durante la tormenta en invierno, mi estimado colega Edward Prince vino a verme con la noticia de que tenía una entrevista en exclusiva nada menos que con Ion Torgu. En aquel momento, oír ese nombre me alarmó, pero Prince me aseguró que dicha entrevista pondría a ese hombre entre rejas para siempre. En lugar de llamar a la policía —lo cual hubiera arruinado su oportunidad de ofrecer una gran historia en primicia—, no hice caso de mi sentido común y esperé a ver los resultados. Resultó que la entrevista con Ion Torgu tuvo lugar de forma muy distinta a cómo mi colega había esperado. Prince es ahora prácticamente un prisionero en su propia oficina y se ha convertido en un lunático perdido, y ambas cosas se deben a Torgu, quien, a través de un repugnante intermediario, ha solicitado tener una entrevista conmigo. Por ese motivo he contado mis sospechas. No tengo ninguna esperanza de salir con cordura de esa entrevista. Quiero dejar constancia de que no he llamado a la policía porque no tenía esperanzas de que creyeran mi historia. Soy periodista y, por tanto, conozco la diferencia entre una queja creíble y plausible y una teoría de la conspiración sin pruebas. Después de haber dicho esto, continúo convencido de que estamos sufriendo un ataque y de que nuestro asaltante tiene intención de destruirnos y llevar a cabo algún plan ulterior del cual soy totalmente ignorante. De una forma u otra, tomo la completa responsabilidad de la decisión de enfrentarme a este hombre y de las consecuencias que ello pueda provocar. Que el dios de mis padres me perdone si fallo en este empeño; nadie más lo hará.

 

Julia llegó a casa y preparó el pollo que tanto les gustaba a sus hijos. Había llegado a las cinco y había ido directamente a la cocina. Después de preparar el pollo y de meterlo en el horno, bajó al sótano y se quedó mirando la caja de cartón que guardaba en el suelo de piedra del edificio con una ansiedad horrible. De joven, le gustaban mucho las bombas; tenía que admitirlo. A otros jóvenes les gustaban las bengalas, pero a ella siempre le habían gustado las cosas grandes. En la caja había seis barras de C-4 de un metro ochenta de largo envueltas en papel marrón. En un saco que se encontraba al lado de la caja había un surtido de mechas.

Flerkis la había puesto en contacto con un hombre más joven que él, un sobrino, que resultó que tenía un equipo de C-4 disponibles para situaciones urgentes. No era algo hecho expresamente para ella, y eso no le gustaba, pero tendría que ser suficiente. Julia ya había superado su época de admiración por el C-4. Todos los veteranos de Vietnam a quienes había conocido adoraban los C-4 y los utilizaban para todo: para calentar la comida, para tumbar árboles, para hacer volar las minas.

En esa maniobra en su lugar de trabajo, que todavía estaba a medio formarse en su mente, Julia pensaba colocar una barra, quizá dos, encender la mecha y correr. No le contó nada acerca de sus planes al sobrino de Flerkis, y él lo prefería de esa manera. Era el juego de siempre. Él no garantizó nada, pero le dedicó una esperanzadora sonrisa. Julia le ofreció la mitad del precio; él quería sacar eso de su casa. Salió el tema del almacenamiento. Ella no quería tenerlo en el mismo edificio en que se encontraban sus hijos. El parque que había al otro lado de la calle sería suficiente, a no ser que un vagabundo tropezara con los explosivos y los hiciera desaparecer o los hiciera estallar. Ninguno de sus antiguos amigos radicales la ayudaría. Hacía mucho tiempo que las redes clandestinas habían dejado de ser operativas.

Después de esa insólita conversación con Evangeline Harker en el pasillo, no había mucho más que decir. Era obvio que la chica había sido violada por su mutuo enemigo y que el trauma la había dejado sin capacidad de hablar. No sería adecuado que una mujer en ese estado guardara unos explosivos.

Julia tendría que dejarlos en la oficina. Se puso unos guantes y colocó el paquete al fondo de una bolsa de la compra. Echó encima una camiseta de color naranja y un pantalón de deporte, como si fuera una mamá de la ciudad que se iba al trabajo a hacer unas horas extras. En el último minuto, dejó la bolsa en el vestíbulo del edificio de su casa, ante los ojos vigilantes del portero, y corrió escaleras arriba a apagar el horno. Luego volvió a bajar, recogió la bolsa, se puso unas gafas de sol compradas allá por 1975 y salió al calor de la tarde.


LIBRO 14
Lección de historia

                                                      CUARENTA Y CINCO

22 de mayo,

medianoche

El personal médico ha venido y se ha ido. Las puertas y las ventanas están cerradas. Todavía estoy vivo. He bebido demasiado vino tinto.

Pero debo tranquilizarme y ordenar las ideas. Me he reunido con el hombre.

Llegó la hora. Un denso silencio cayó sobre la planta veinte. Yo le había dado la mañana libre a Peach y envié a los ayudantes de la oficina de recepción a realizar varios recados. La mayoría de productores y corresponsales que se encontraban al otro lado del Atlántico todavía no habían vuelto para la gran reunión. El resto se sentían demasiado incómodos con la atmósfera que había en la planta y con la sensación de que se aproximaban malas noticias por parte de la cadena, así que se mantenían a distancia. Francamente, yo había subestimado la importancia del malestar. Esperaba que hubiera más gente allí.

Cinco minutos después de las once, la puerta de la oficina de Prince se abrió un poco. Oí el sonido de una prolongada respiración y creí que vería a mi viejo amigo que, finalmente, habría recuperado la razón. Pero no era Edward Prince. Era otro hombre, el más extraño que haya visto nunca. ¿Qué era lo que lo hacía tan extraño? Antes de responder esta pregunta, debo dejar claro que su profunda fealdad era la menor de sus cualidades objetables. Su fealdad le hacía humano. Tenía los dientes negros como el carbón, pequeños, como los guijarros sobre un mar de lava que vi una vez en Catania, metidos en unas fauces que mostraban unas encías visiblemente hinchadas y de un color gris yeso. Si uno se imagina ese negro mar de lava poblado de restos de peces muertos, se hace a la idea del efecto que tenía. Su cabeza era gruesa, mejor dicho, densa. Era una cabeza enorme encima de un cuerpo pequeñísimo. Pero no era una cabeza hinchada, ni regordeta, ni abotargada. Era enorme y reposaba sobre un tronco que se reducía hasta la nada. Tenía los ojos enrojecidos, pero ¿y qué? Los míos también lo están. Su vestimenta me desconcertó: una chaqueta deportiva pasada de moda, si se puede llamar así, demasiado pequeña a la altura de los puños y de los dobladillos, sobre una camisa azul oscuro; una ropa incongruente que parecía arrancada del cuerpo de otro ser humano. El pelo, ralo, rubio y rizado, coronaba ese cráneo que parecía una roca. En los tobillos llevaba unos calcetines de color azul oscuro.

Cuando entró en mi oficina sentí que me embargaba una tristeza íntima que casi me hizo caer de rodillas. Me es muy difícil explicar la naturaleza de este efecto, pero lo puedo describir con precisión. No había forma de confundirlo.

Trajo con él la atmósfera de mi propia y peor historia; entró —¿cómo podría definirlo?— como en un limbo de dolor plagado de torturas y asesinatos que se me hizo inmediatamente accesible, completamente tangible, como si yo pudiera alargar la mano y tocarlo, como si él llevara puesto un caro abrigo confeccionado con la piel de seres humanos torturados. Y cuando abrió la boca, supe que iba a ser peor. Le corté con una pregunta directa:

—¿Dónde está Edward Prince? ¿Qué ha hecho con él?

Me incliné hacia delante, sobre mi escritorio, no del todo seguro de si sería capaz de soportar lo que él pudiera decirme. Él tembló, como si hubiera sentido una punzada en el corazón, buscó apoyo en la pared y señaló hacia la puerta de la oficina de Prince.

—Véalo usted mismo.

Alarmado, me levanté rápidamente de la silla y pasé por su lado hacia la puerta de su despacho. Al llegar a él me detuve en seco ante una visión tan propia de una pesadilla que, en comparación, hacía que Torgu pareciera estar en su sano juicio. Prince no estaba muerto. Por lo menos, no estaba inmóvil. Deseé que lo hubiera estado. Estaba vivo, pero estaba desnudo y arrodillado en el suelo delante de tres monitores de vídeo colocados sobre unos carritos, y no dejaba de manosear los mandos y los botones con una agitación salvaje. Yo no podía ver las imágenes de las pantallas, pero la habitación estaba completamente a oscuras y sí pude ver el reflejo de una pantalla estática en la piel de su espalda desnuda. Le había crecido mucho la barba. La piel marchita y flácida reflejaba el brillo de las pantallas. Al verme casi no pareció reconocerme, pero sí habló:

—Oh, dios, el hijo de puta, el traidor, el asqueroso hijo de puta del universo traiciona nuestro acuerdo... Mira esto... por dios... por el amor de dios... ¿vas a mirar?

Esta última palabra fue pronunciada con un énfasis especial. No era una sandez. Prince quería, de verdad, que yo mirara las imágenes de los monitores y, aunque yo nunca había deseado más darme la vuelta y marcharme —nunca he creído aquello de que somos los guardianes de nuestros hermanos—, di un paso hacia la oscuridad y me aproximé, centímetro a centímetro, vigilando un posible asalto o ataque por parte de una persona que, era evidente, había perdido la cabeza. Llegué a un punto que me ofrecía un ángulo adecuado para ver, lateralmente, uno de los tres monitores. Él acarició con los dedos las tres pantallas y yo vi qué era lo que le provocaba ese diabólico delirio. Ya no me quedaron más dudas acerca de su salud mental. Edward Prince, mi rival y amigo sólo en los buenos momentos, se había perdido en sus sueños y nunca volvería. En la pantalla se veía una escena habitual de la sala universal: dos sillas desocupadas, dos botellas de agua a su lado, sin cámaras a la vista, y una librería falsa de fondo. No había audio, o él lo había apagado, y yo no tenía ninguna intención de pedirle que lo pusiera. Me quedé mirando un rato. Finalmente, le hice la pregunta:

—¿Qué es, Ed? ¿Qué es tan terrible?

Él giró la cabeza hacia mí y me miró con la boca abierta. Sus dientes también habían adquirido un tono azulado, como los de Stimson Beevers. Yo fruncí el ceño, intentando extraer algún significado.

—¿Que qué es tan terrible?—chilló—. ¿Que qué es tan jodidamente terrible? Que no estoy ahí, vieja víbora atrofiada.

Yo no le comprendí, y ya había tenido bastante, así que empecé a darme la vuelta pero, mientras lo hacía, vi en la pantalla una cosa que me he negado a creer hasta este momento. Me digo a mí mismo que ese fenómeno fue una sugestión que me provocó el mismo Prince y que me pareció real a causa del extraño comportamiento de Torgu, pero ahora intento dejar constancia de todo eso tal y como lo experimenté. En resumen, vi en la pantalla el movimiento de una de las botellas de agua, desde el suelo de la sala universal, que subía por el aire y que volvía a bajar. Alguien bebía de esa botella. Esa persona no había sido registrada por la lente de la cámara. Esa persona, creí —lo sé—, era Edward Prince. Salí corriendo del despacho, tapándome los ojos con las manos, y entré en mi oficina, donde Torgu había ocupado el sofá.

—La vida es una decepción —murmuró—. La muerte no es diferente.

Sentí el impulso de golpearle, pero perdí el valor. Tuve miedo de que él empezara a hablar otra vez y, en mi debi

lidad, no pudiera soportar el sonido de su voz. Además, parecía que la cabeza de ese hombre creciera ante mis ojos, como una planta que se alimentara de sangre. No sé por qué. No puedo explicar una percepción como ésa si no es diciendo que sucedió de verdad, que parecía que su siguiente actuación requiriera una ampliación de los límites físicos de su enorme cráneo.

—¿Qué ha hecho?

—No he hecho nada. Él está molesto por los términos del acuerdo que él mismo propuso.

Yo me encontraba a un metro y medio de distancia, pero su nauseabundo aliento me asaltó. Y cada vez sentía con más fuerza otro efecto de su presencia. Me pareció, a pesar de que no había evidencias visibles de ese hecho, que ya no estábamos solos en esa oficina. Si uno ha estado alguna vez en una habitación en un día cálido y ventoso, con las ventanas abiertas y los papeles volando por todas partes empujados por la brisa, entonces puede hacerse la idea. Pero estábamos en la planta veinte y mi ventana, un panel de tres metros y medio de plexiglás, no se podía abrir. En esa habitación no podían entrar ni el viento ni la lluvia y, a pesar de todo, algo había entrado. El estaba sentado en el sofá, en medio del torbellino. Entonces me di cuenta de que había traído un pequeño cubo, un balde metálico, y que de dentro del mismo sobresalía el mango de algún instrumento. Ese cubo se encontraba a sus pies.

Me acerqué tambaleándome al escritorio y me apoyé en él, como si eso pudiera ayudarme.

—¿Qué acuerdo?

—Le dije que viviría eternamente si bebía la sangre que es mi ofrenda, y él entendió la inmortalidad en un sentido muy distinto y se imaginó a sí mismo en la pantalla para siempre. No puedo imaginar una forma menos edificante y menos valiosa de inmortalidad, así que no me molesté en hablarle del efecto secundario.

Confieso que en ese momento empecé a comprender qué quería decir, y creí en esa explicación. Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de lo ridículo y absurdo que fue hacerle esa proposición, pero voy a dejar testimonio de ello en aras del rigor periodístico.

—El efecto secundario. —Repetí sus palabras para darme valor.

—Nosotros, quienes reunimos las historias, no podemos ser captados por ninguna tecnología conocida por los hombres.

En el cajón a mi derecha tenía guardado un abrecartas. Ya no podía permitir que continuara vivo.

—Por una cámara, quiere decir.

—Nunca más —susurró Torgu—. Para él, eso ha terminado. Para usted también. Usted está a punto de empezar a informar de una historia mucho más grande que cualquiera de las que haya informado antes. ¿Sabe usted que Stalin mandó a la muerte a trece mil de sus propios soldados en Estalingrado durante el asedio de esa gran ciudad? Tendrá acceso a ellos. Confío en que usted asumirá esta responsabilidad con mayor dignidad que su colega.

Me empezaron a temblar las piernas. Le creí, lo confieso. La idea de realizar esas entrevistas de verdad me seducía. Me peleé con el cajón: él no debía volver a abrir la boca. Me daba cuenta de que si lo hacía, eso significaría mi muerte. Agarré el abrecartas: un punzón de acero. Pero era demasiado tarde. Él habló. Lo que dijo me dejó helado.

—Por cierto, he hablado con su tía abuela.

—¿Con quién?

—Esther, Frau Von Trotta. He visto a Esther.

El abrecartas se convirtió en un pedazo de hielo: me mordía los dedos, así que lo dejé caer sobre el escritorio, donde golpeó un vaso de plástico con café y el café manchó todos los papeles. Miré hacia atrás, al otro lado de la ventana de mi oficina, buscando a Peach, a Bob Rogers, a cualquiera que pudiera confirmar que eso estaba sucediendo de verdad. Esther, mi tía abuela Esther, muerta hacía más de sesenta años, desde julio de 1942, para ser exactos, año en que ella y sus cuatro hijos, incluido un bebé, fueron ejecutados por unos miembros de la primera compañía del batallón 101 de la policía de reserva alemana. Mi hermana había conseguido obtener unos documentos de ese batallón que pertenecían a un historiador, un viejo amigo de la familia, y ambos leímos, con aguda incredulidad, los testimonios en primera persona de los participantes en la matanza. Por supuesto, no sabíamos con seguridad cómo Esther había encontrado su muerte. Su nombre no se mencionó. Pero ella y su familia se encontraban entre los mil ochocientos judíos que vivían en el pueblo, y nadie había visto ningún documento con su nombre nunca más. Su esposo, mi tío abuelo Jozef murió en el campo de concentración de Belzec. Eso sí lo sabíamos, pero nada más.

Lo que sigue es un insulto al sentido común, lo confieso de antemano. Pero este testimonio no tendría ningún valor si yo falseara la relación de sucesos. Ese hombre, en mi oficina, empezó a llenar las lagunas de la historia, y juraré hasta el fin de mis días que lo hizo con voz de mujer, de una mujer a quien yo nunca había conocido.

Yo intenté evitarlo:

—Es un canalla —le dije con la mandíbula apretada.

—Estaría mal que no le contara lo que ella me dijo.

—Cierre la boca.

—No es mi boca —murmuró—, sino la de ella, y usted es el único miembro de la familia vivo con quien ella ha tenido ocasión de conversar.

Me quedé de brazos caídos escuchando ese testimonio, aunque me temo que la emoción y el respeto que siento por los muertos no me permiten ofrecer ni siquiera unos retazos de lo que él contó en su largo e ininterrumpido discurso. Aquí debo detener mi deber de información periodística. Solamente puedo decir que era una narración verdadera de una madre que había presenciado la muerte de cada uno de sus hijos antes de que le llegara la suya. Solamente puedo decir eso. Narraciones como ésa vienen a nosotros en cantidades enormes; se encuentran en los archivos y en las pantallas. Ella suplicó por sus vidas en alemán. Suplicó por su propia vida en alemán. Se le permitió vivir el tiempo suficiente para presenciar la agonía de muerte de su hija mayor. Alguien se había quedado sin munición. Esto me lo dijo una voz al oído, y la voz vibraba con dos notas contradictorias: por un lado, imploraba mi atención; por otro lado, estaba tan atrapada en su propio horror que no me hacía ningún caso. Eso es lo que ofrece el monstruo. Esa es la naturaleza de ese ataque químico y biológico, una forma de conocimiento que es más devastadora que una dosis de gas sarin. Al final, mi tía abuela creyó que estaba soñando.

No sé cuánto hace que ese sacrilegio terminó. Lo peor de todo era que yo deseaba tener esos testimonios. Yo deseaba oírlos. Deseaba saber. Quizás él esperaba que yo caería a sus pies y le rogaría piedad. Yo estaba enfermo, es verdad, me daba cuenta de que la tensión me había subido y mi espalda había vuelto a provocarme la vieja agonía. Iba a morir en esa oficina, como tantas veces había jurado que haría, pero no de la forma en que lo había imaginado. Moriría a causa de la conmoción de conocer la insoportable historia de mi propia familia. Que así fuera. Pero mi furia excluía la posibilidad de estar incapacitado. A pesar del estado en que me encontraba, esa apropiación de la muerte de mi tía me imbuyó con la fría determinación de acabar con él. Agarré el mango del abrecartas y esperé a que se me pusiera al alcance.

—Hay otros —dijo él, levantándose—, pero los oirá después, los oirá por usted mismo. Ya no es un trabajo exclusivamente mío el comunicar esta información, gracias al cielo. Vamos a cambiar el mundo.

El aire soplaba con una extraordinaria fuerza. Quizá surgiera desde mi escritorio, como si le abriera camino. Su cabeza se resistía contra esa tempestad. Pareció que sus pupilas se achicaban y que sus órbitas brillaban con un blanco vivido. A pesar de su inmenso poder, el hombre parecía estar seriamente enfermo, pero no me refiero a la forma en que algunas personalidades monstruosas a menudo parecen sufrir alguna enfermedad. No, Torgu tenía una aspecto enfebrecido e inestable que asocio con la falta de descanso o con la convalecencia después de una enfermedad que ha hecho estragos. Además, el tejido de su traje estaba manchado a causa de Dios sabía qué horribles prácticas y delataba un estado de pereza degenerativa, como si ese hombre ya no fuera capaz de cuidar de sí mismo. Padecía una enfermedad contagiosa que iba a contagiar al resto de la especie. Dio la vuelta a mi escritorio, como un acólito del mesmerismo, llevando el cubo que contenía ese instrumento, que yo sabía que era un cuchillo. Pero él estaba repleto, hinchado con la energía de sus seguidores. Se me encaró: casi un gigante, ¿o es que yo estaba menguando? Se me acercó hasta casi menos de un metro de distancia. Yo le clavé el abrecartas en la garganta, pero él volvió a hablar con el acero clavado en la tráquea.

—Estoy seguro de que va a soportar usted muy bien la violencia —dijo con voz rasposa—. Yo, por mi parte, necesito unos momentos. No importa las muchas eras que hayan pasado, nunca me acostumbro a este tipo de cosas.

Los dientes negros flotaban en la espuma de sus encías grises. Los labios dibujaron una sonrisa lánguida. Un dolor horroroso se me instaló en la base de la espalda y tuve que dejarme caer sobre la silla. Él se sacó el abrecartas de la garganta y la sangre manó hacia el suelo. El cuchillo no dejaba de hacer un ruido metálico contra el cubo. Él se acercó un paso hacia mí, levantó el abrecartas y me lo clavó en el muslo, atravesándomelo hasta la silla.

Me tapó la boca con una mano y empezó a prepararse para la carnicería. Colocó el cubo en el suelo. Se arrodilló con cierto esfuerzo delante de mí. Fuera de ese edificio, el sol calentaba el Hudson. Yo sabía que los edificios brillaban. Sabía que las chicas llevaban falda corta, que los helicópteros que vigilaban el tráfico sobrevolaban la ciudad, y que las barcazas navegaban. Pero en mi oficina se estaban llevando a cabo los últimos preparativos para realizar una carnicería.

Él me agarró por el cuello de la camisa.

—Treblinka —murmuró—. Vorkuta. Gomorra. Estos son nombres de un poema infinito. Medina. Masada. Ba-laklava. Si tiene usted el más mínimo conocimiento sobre mí, sabrá de mi integridad por lo que se refiere a una ofrenda que se me hizo por la maldición de un padre y que ha durado incontables siglos de dolor. Sabrá lo poco que tolero la falta de respeto. Sabrá que soy un firme defensor de los muertos ofendidos.

Él se dio cuenta de que yo quería decir algo y apartó la mano de mi boca.

—¿Cree usted que este mundo necesita su monstruosa lección de historia?—dije con voz ronca.

—Una lección de historia —repitió él—. Veo que comprende mi intención.

—Pero es una mentira.

—Los nombres no mienten. No pueden hacerlo.

Encontré suficiente energía para oponerme a él con mis palabras, aunque no tenían ningún poder de salvarme.

—Los más profundos recuerdos de la humanidad no necesitan nombres. Nosotros vimos las estrellas antes de que supiéramos cómo se llamaban. Un ser humano tocó a otro antes de que pudieran pronunciar ni una sílaba. Las mujeres parían a los hijos con unos quejidos que eran anteriores al lenguaje. Los nombres son como su cubo. Sólo contienen sangre.

Yo estaba a punto de ser destripado, y esa inútil muerte de cerdo que me esperaba me había vuelto insolente. Me sentí extraordinariamente contento conmigo mismo, hubiera sido una buena conferencia, pero esa sensación pasó. Volvió a asaltarme el dolor en la espalda. Su aliento mataba las plantas. Él me sometía con algo horrible, con un recuerdo mío. Habíamos tropezado con una plantación de árboles del caucho en Vietnam, y los cuerpos estaban por todas partes, los de soldados del Vietcong y del sur del Vietnam que habían muerto hacía días y habían sido abandonados allí para que se pudrieran. Parecían plantas cortadas a hachazos y abandonadas en el campo. No grabamos esos rostros. Pedí a mi equipo que los dejara, por respeto, pero esa imagen había permanecido en mi mente y Torgu había hecho que aparecieran en esa habitación. Yo estaba perdiendo fuerza. Las presencias en el aire ganaban poder.

Él empezó a decir dos cosas a la vez, de su boca surgían dos conversaciones completamente distintas. En una, él pronunciaba los nombres de lugares y yo empezaba a visualizar esas palabras como envueltas en llamas, cayendo, flotando y, dentro, imágenes de las atrocidades más variadas. No podía defenderme de Esther, de los vietnamitas ni de ese otro campo en Argelia, ni de la franja de la muerte en Berlín. Yo había visto mucho de la muerte. Por algún motivo, me sorprendió. No me había dado cuenta. Al mismo tiempo, de sus labios salía una propuesta: no iba a cortarme la garganta, me dijo. Iba a cortarse él la muñeca y yo bebería de él. Él quería mi alianza. Torgu cerró los ojos:

—Pido su bendición en esto.

Yo agarré el abrecartas que tenía clavado en el muslo y me lo arranqué. Él entendió eso como una negativa y me clavó el cuchillo en la cabeza, en la oreja. Con la pierna que tenía bien, yo le di una patada que le hizo caer al suelo y, con las últimas fuerzas que me quedaban, atravesé la puerta cojeando y sangrando. Él me siguió inmediatamente.

Estuve a punto de chocar contra Peach, que dejó caer una caja de pizza que llevaba y chilló. Torgu acababa de agarrarme por el abrigo cuando Evangeline Harker apareció ante nosotros como una visión de un sueño. Yo sentí que el suelo, debajo de mí, desaparecía. Oí un tumulto de gritos que se levantaba y se alejaba. Todo se volvió oscuro.

Cuando me desperté, me encontré aquí, en el dormitorio de mi casa. Me he negado a ir al hospital. Una enfermera intentó quitarme la botella de las manos y yo la despedí. Ahora debo dormir.

 

Por un instante, le vi otra vez, estuvimos cara a cara, y él me vio. «Evangeline.» Oigo su susurro en mi cabeza.

Se había deteriorado horriblemente. El cuerpo le había menguado, la cabeza le había crecido, como una garrapata que llevara demasiado tiempo enganchada a un perro. Fue solamente cuestión de segundos, pero pareció que el mundo se detenía y en esos ojos vi el cansancio, el hambre, el miedo. No fue en absoluto como antes. Él no lo pudo soportar: pasó de largo a mi lado precipitadamente, y de Peach Carnahan, que no dejaba de chillar, levantando aire a su paso. Austen cayó sobre la alfombra, sobre el charco de su propia sangre. Mis instintos transilvanos se despertaron. Me arranqué un trozo de camiseta y la coloqué como un torniquete alrededor de la pierna de Austen. Oí un rugido de indignación. Ordené a Peach que llamara al servicio privado de ambulancias del programa. Por un momento, mientras estaba de rodillas al lado de Austen, miré por la puerta abierta de la oficina de Edward Prince y vi algo inexplicable, una sombra que se escabullía entre tres brillantes pantallas, pero la puerta se cerró antes de que pudiera identificarlo. No tenía tiempo de dilucidar ese misterio. Austen había perdido la conciencia. Torgu se había ido.

23 de mayo

La enfermera me dio otra botella de Percocet. Lo utilizo demasiado. Me resisto a esa botella. El fin de semana ha llegado. Doy vueltas por aquí en muletas. Fuera, el día ha amanecido con un calor brutal. La temperatura ha subido a unos niveles récord esta noche. Ed, el preso, nos advierte de una sobrecarga y pide a los buenos ciudadanos que conserven la energía siempre que sea posible. Si yo no fuera un hombre sensato, diría que Torgu está utilizando el sol contra nosotros. He salido a la calle a comprar el periódico, pero no volveré a salir.

Señor: Un profundo suspiro en este domingo derretido. Sé que no va a hablar conmigo. Sé que me desea un destino horrible. Sé también que tiene usted planeado vengarse por mi reconocido fallo. Mis remordimientos no pueden ser exagerados. Pero me niego a abandonar. Debe usted saber lo que va a suceder pasado mañana. Todos los productores y todos los corresponsales de este programa han vuelto de donde estuvieran para ofrecer sus respetos a su líder, Bob Rogers, el fundador, que va a apearse después de más de tres décadas como productor ejecutivo. Es un momento histórico en los anales de la televisión. Nunca ha habido un programa como La hora, y nunca ha existido un productor ejecutivo como Bob Rogers. Pero lo que debe interesarle a usted son las cifras. Es una situación excepcional que todos los empleados del programa se encuentren reunidos bajo el mismo techo. Es una situación propia sólo de las ocasiones más graves. Para usted, representa una oportunidad que no volverá a repetirse. En cuestión de cuarenta y ocho horas va usted a tener a su disposición casi cien cuerpos, algunos viejos y decrépitos; otros, flexibles y fuertes. Entre los miembros más jóvenes y los más viejos de este programa hay cinco décadas, medio siglo. Piénselo. Son la gente que comunicará la información que es su especialidad a la masa de estadounidenses. El resto servirá de vehículo, por supuesto.

He aquí el orden del día: La gente llegará hacia las diez. Habrá un bufet de desayuno en la sala de visionado a las once, y éstos acostumbran a ser bastante buenos, con salmón y panecillos de Zabars, camarones fritos y una especie de cerditos en miniatura que no he visto en ningún otro lugar. Trotta pensaba que era inteligente esperar a la reunión para hablarles de usted a todos. Él creía que sí se daba una reunión con un gran número de gente, influiría en la habilidad que tiene usted de hablar. Pensaba intimidarle con esta maniobra. Pero me he enterado de las fantásticas noticias. Él ha experimentado la maravilla de usted. Ahora tiene un mayor conocimiento. Es posible que usted se sienta complacido con esta información. Es posible que me perdone si le traigo cien almas arrogantes, con talento y maleables a nuestra fiesta. Que Dios le acompañe. Stimson.

He tenido la menstruación por primera vez en meses. Me senté en el suelo del baño de mi apartamento y observé el reguero de sangre entre mis piernas. Toqué la sangre con la punta de los dedos. Me llevé los dedos a los ojos. ¿Qué es esta cosa, en verdad? Fue como si no lo hubiera visto nunca antes.

Sé lo que he hecho. Veo su rostro cada minuto de vigilia. No tengo idea de en qué me estoy convirtiendo.

Austen me ha llamado. Quiere que vaya a su casa, quiere hablar de la reunión del lunes. No tiene ni idea, creo, de lo cerca que estuvo. Si Torgu no se hubiera visto sorprendido por mi presencia, ahora estaría muerto. Pero el cabrón escapó, y yo pude sacar a Austen del edificio y meterlo en una ambulancia. Peach me ayudó. Conseguimos, de milagro, no acercarnos a la policía.

Después de llevar a Austen a casa y después de que llegaran los médicos, fui a ver a Robert. Era más de medianoche y no habíamos hablado en todo el día. Fui caminando desde East Side hasta el West Village y entré en el apartamento con mi llave. Él estaba dormido. Me preparé una taza de café, fui al dormitorio y le contemplé mientras el pecho le subía y le bajaba debajo de las sábanas. Quedaba una última cosa por hacer. Él ha intentado liberarse de su trauma con mucha fuerza, ha sido muy paciente. Hemos tenido intimidad solamente una vez, esa vez que me puse la pieza exótica de Ámsterdam y casi le devoré, pero él dice que la boda continuará hacia delante. Ha vuelto al trabajo y está deseando continuar con su vida.

Me desabroché la blusa blanca de algodón manchada de sudor con lazos en los hombros y me quité el pantalón caqui y las zapatillas de deporte. Era una hora demasiado avanzada para un ultimátum, pero no siempre podemos escoger en qué momento tomamos las decisiones. Robert ha conseguido muchos favores y cree que todavía podrá conseguir nuestra iglesia y nuestro restaurante favorito, además de un grupo de country para el Día del Trabajador. Voy a dejarle que prepare el pastel de boda, como ha querido desde el principio. Tiene prisa, está un poco obsesionado, pero no puedo culparle. También está un poco cruzado conmigo por mostrar menos entusiasmo que el que mostré anteriormente con nuestros planes de boda. Le he dicho que tengo pensado convertirme en productora ahora. Le he dicho que quizá dirija el programa algún día, y él lo atribuye a los horrores desconocidos que debí de haber soportado en Rumania. Yo no contradigo esa línea de pensamiento, aunque sé que es deshonesto.

Me senté a horcajadas sobre él, mientras pensaba contra mi voluntad en Clemmie, y esperé. Observé su rostro, ansiosa por ver qué haría cuando abriera los ojos. No me preocupé de ponerme ninguna otra pieza de Ámsterdam. Necesitaba verme desnuda. Necesitaba comprender lo que estaba ocurriendo. Yo solamente llevaba puesto el sujetador negro que me había salvado la vida. Él no estaba del todo despierto, pero comprobé, por debajo de la sábana, que la parte de él que me era necesaria estaba en estado de sublevación. Ordené las palabras mentalmente para ofrecerle una breve explicación. Pasaron los minutos y cada explicación me descubría un nivel mayor de error. El calor nos envolvía a pesar del aire acondicionado. Recorrí su cuerpo con las manos. Él debía ver en qué me había convertido. Debía verme y entonces yo se lo contaría, y todo estaría bien.

Él empezó a gemir con el contacto de mis manos, pero no abrió los ojos.

—Es la hora, mi amor —le dije.

Vi, al mismo tiempo que sentía un alarmante despertar del hambre, el circuito de la sangre en su cuello y sus brazos. Las enfermeras nunca habían tenido ningún problema para encontrarle la vena correcta. Mis venas son pequeñas y dan problemas para encontrarlas con la aguja. Sentía sus venas bajo mis manos, su latido y su grosor. Él no me miraba. Las palabras para despertar ya no eran adecuadas para nuestra forma de comunicarnos.

Me quité el sujetador.

—Abre los ojos, Robert —le dije.

Lo hizo y me vio. Se le entreabrieron los labios y observó mi vientre pálido y mis pechos, que tan bien había amado y por encima de los cuales, desde que escapé de Transilvania, habían ido creciendo día a día esos signos: como pequeñas pecas al principio, como rasguños de algún arañazo, tan pequeños que yo me negaba a reconocer lo que eran y lo que significaban. Pero sus ojos me dijeron todo lo que yo necesitaba saber. Los había visto antes, ¿verdad? Eso no era suficiente para mí, yo no quería creerlo. Hacía meses que no me ponía delante de un espejo. Ahora me había colocado ante el espejo de sus ojos, que miraban las miles de diminutas incisiones sobre mi piel, un aterrador defecto que ninguna reducción de vientre podría destruir, una vía láctea de esvásticas, martillos y hoces, cruces, lunas crecientes, estrellas, rayas, las banderas de todas las naciones del mundo desde el principio de los tiempos se extendían por encima de mi piel, alrededor de los pezones, me subían por el cuello. Me había convertido en el papel encima del cual los muertos dibujaban sus diseños. Aparté las manos de su piel. ¿Lo había soñado? Deseaba creerlo. Deseaba creer que Ion Torgu, un criminal brutal, me había estado violando durante un período de días y que, durante mi encarcelamiento, yo había creado una extraña versión de los sucesos en la cual yo salía victoriosa. Era un cuento de hadas. Una criatura procedente de los tiempos más remotos había aparecido entre nosotros, bebía sangre humana y atraía a los asesinados como las moscas al azúcar. Las almas perdidas hablaban a esa criatura, la tocaban, la infectaban, y la criatura, a su vez, pasaba la infección a otros, contagiaba el peso de millones y millones de pequeñas historias de salvajismo a seres humanos cuyas mentes no estaban preparadas para aceptar esa carga. Yo sabía eso, y mis colegas no. Eso se lo concedo. Pero ellos habían visto los signos, tenían pruebas de que existía una realidad más amplia, una realidad que ellos negaban. Lo mismo hizo Robert. Él rechazó la transformación de mis extremidades. Me rechazaba a mí, de hecho, aunque él nunca podría decir algo así y a pesar de que no sabía cómo era posible que sintiera esa profunda repulsión. Yo lo sabía. Yo le acosaba a un nivel celular. Mi mente, mi piel, mis cicatrices, me alejaban más de sus semejantes a cada día que pasaba.

Bajé de la cama. Me senté al lado de la dulzura de su cuerpo. Él miraba al frente, como si yo continuara sentada encima de él. Le besé en los labios. Quizás en esa otra realidad, en la cual Ian caminaba y hablaba, nosotros nos habíamos casado y yo estaba embarazada y feliz. Lo deseaba. Pero en esta vida, habíamos acabado. Me puse la ropa y abandoné el apartamento.

 

A Julia le desagradaba estar en la oficina un domingo por la tarde. Siempre le había desagradado. Si uno iba a la oficina un domingo, eso significaba que se había producido un desastre u otro. Significaba que la pieza necesitaba una cirugía de última hora, o bien que había ocurrido una calamidad de importancia en alguna parte del mundo y que uno debía elaborar unas breves líneas acerca de esa desgracia, a toda prisa.

Ese domingo en especial, fue una calamidad todavía peor la que la llevó a la planta veinte. Salió del ascensor. Directamente delante de ella, sonriente y sorprendido de verla, se encontraba Menard Griffiths.

—¿Qué? ¿Haciendo unas cuantas horas extras? —comentó ella, antes de que él tuviera tiempo de preguntar nada.

Él asintió con la cabeza.

—Habrás oído las noticias, seguro. Todo el mundo va a volver mañana. Algunos de ellos ya están aquí ahora.

—¿De verdad? ¿En la planta? —Julia continuó caminando.

—Y tanto. Eh, eh. Tengo que mirar la bolsa.

—Me tomas el pelo.

—Ojalá, pero, ya sabes, con todas esas cosas raras y toda la gente a punto de llegar, quieren la máxima seguridad. Todas las bolsas deben ser registradas. Tráela aquí.

Eso era tener mala suerte. Menard nunca le había registrado la bolsa antes. Ella había amontonado algo de comida y una muda de ropa encima de la bolsa de cerillas y del cuchillo para cortar las mechas.

Ya había guardado los C-4 en el suelo, gracias a dios, porque si no, hubiera tenido graves problemas. Tendría que contestar sus preguntas acerca de las cerillas y el cuchillo, pero podía manejarlo. La comida atrajo su interés.

—Oh, oh, ¿qué hay aquí?

Ella no respondió, al principio. Contemplaba a Menard y pensaba que sería mejor para él si descubría sus planes. Sería mejor para él y para ella. Si sucedía lo peor y alguien resultaba herido por la explosión, ese amable hombre después cargaría con la culpa de su negligencia. Los guardas de seguridad siempre eran considerados responsables de algo así, y ella era una mujer amante de la paz que hacía mucho tiempo que había renunciado a la violencia como vía de acción política. Él sacó la comida y la olió con expresión de decepción.

—Ensalada de pollo.

La dejó a un lado con desdén y volvió a introducir la mano en la bolsa, por entre la ropa, y se detuvo. Sacó las cerillas y el cuchillo. La miró.

—¿Utilizas esto, Julia? —preguntó, perplejo ante esos objetos—. ¿Para tu trabajo?

—Sí, Menard.

A él no le importó. No pensó ni por un momento que ella podía ser un problema.

—Vale. Sólo estoy comprobando.

Metió los objetos de nuevo dentro de la bolsa. Ella le observó con una repentina sensación de agotamiento. Deseó que llegara el día de mañana y que la lucha hubiera terminado. Menard pareció percibir su abatimiento. Insistió en salir de detrás de su mesa y en darle un abrazo. Antes de que ella tuviera tiempo de decirle que no y alejarse, él la abrazó. Luego le dio un apretón en los hombros y miró la bolsa.

—Nos vemos —le dijo ella.

—Costillas —pidió él—. La próxima vez tráeme costillas.

—No puedo comerlas.

—Un buen rollito de langosta, entonces, o...

Él se quedó murmurando solo a pesar de que ella ya se había alejado y no podía oírle. Cuando hubo entrado en su oficina, cerró la puerta, sacó la comida y las ropas y dejó la bolsa debajo del sofá, al lado de la caja de artillería. Sacó la caja, quitó la tapa y echó un vistazo. Allí estaban, seis barras envueltas en papel de embalar. La idea era sencilla. Quería hacer volar esa mierda. No, no era eso. Ella creía que Austen iba a necesitar un poco de ayuda para convencer a los demás de su historia. Desenvolvió una de las barras y le pareció suave y fría al tacto, un explosivo de treinta centímetros de largo de color crema. Le pareció oír unos pasos al otro lado de la puerta. Se quedó inmóvil. Era posible que hubiera gente por allí. Menard había dicho que una parte de los empleados que venían desde el otro lado del Atlántico ya se encontraban en la planta. Sally Benchborn había vuelto de Japón. Le había dejado un par de mensajes a Julia en el buzón de voz en los que le preguntaba acerca del progreso de la película, pero Julia no le había devuelto las llamadas. ¿Estaba Sally merodeando al otro lado de la puerta? Ese momento de alarma pasó. Julia envolvió otra vez el C-4 y lo volvió a colocar en la caja. Volvió a concentrarse en su plan, repasó los detalles. Para ella, una pequeña explosión en el callejón del magreo, programada para la hora en que iba a realizarse la reunión, podría aminorar la amenaza. Sería una pequeña mentira, se dijo, que reafirmaría una gran verdad. Si resultaba que la explosión destrozaba esas cajas, tanto mejor. Julia sabía que las cajas eran parte del peligro. Había visto cómo Evangeline Harker las miraba. Recordaba muy bien la noche en que había visto algo en ese pasillo. Casi esperaba que su enemigo se encontrara durmiendo en una de esas cajas. Esa idea la hacía estremecer y la apartó de su mente mientras tapaba la caja.

Se oyeron unos golpes rápidos en la puerta. Sally era implacable. Era domingo, por dios. La manecilla de la puerta giró y Julia se alegró de haber cerrado la puerta. Seguramente su productora había visto la caja y quería saber qué contenía. Nada se le escapaba nunca a Sally Benchborn. Hubo una larga pausa y luego se oyó un golpe de llamada menos urgente. Fuera quien fuese, no estaba dispuesto a irse. Julia deslizó la caja debajo del sofá y dijo:

—Un segundo.

Se colocó bien el pantalón y se preparó a decir la verdad acerca de la cantidad de trabajo que había hecho sobre la historia de Japón, que era nada. Abrió la puerta del todo.

Remschneider, un metro ochenta y tres, noventa kilos, la fulminó con la mirada. Sus labios estaban flácidos, húmedos y oscuros. Tenía un cuchillo en la mano.

Señor: Todavía ni una palabra de su parte. De acuerdo. Es domingo y, ante mi sorpresa, los productores han empezado a dejarse ver en la casa. Sally Benchborn está aquí, no deja de quejarse y gimotear, lleva algo en una maleta grande, probablemente sus preciosas cintas. He oído algunas conversaciones. Ya han intuido que ha llegado el momento de que el viejo guardián dimita. Doug Vass y las mujeres se marcharán también. Expresan una rabia superficial y una profunda curiosidad. Vilipendian a la dirección y especulan acerca de los motivos. Apuestan qué palabras se pronunciarán durante el discurso y predicen recortes en el trabajo y cosas peores. Los índices de audiencia caerán en picado. La calidad decrecerá. Pero quizá sea lo mejor, susurran en secreto. Están tan ciegos como solamente pueden estarlo los periodistas de éxito. Su gran historia, para ellos, para lo que han sido siempre y lo que serán, la tienen justo aquí delante, y a pesar de ello creen que lo único que está en juego es una reorganización profesional. Así es como caen los grandes imperios. Así que deme órdenes. Ansío recibir órdenes. Mientras tanto, mientras no se me diga lo contrario, permaneceré sentado en la esquina de la sala de visualización, justo al lado de Bob Rogers, y tomaré notas en mi portátil. Stimson.

Julia dio un puñetazo en la nariz a Remschneider, pero él se agachó a pesar de su estatura y consiguió atravesar la puerta como una tambaleante masa de carne. Ella se apoyó en una esquina de la habitación y le tiró cintas a la cabeza. Aprovechó un momento en que él tropezó para arañarle las mejillas e intentar escapar por uno de los costados de él; se impulsó, falló y cayó a sus pies. La caja de explosivos de debajo del sofá quedó a la altura de sus ojos. Se arrastró hacia ella, alargó la mano y agarró una barra. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada con ella, Remschneider la sujetó por el cuello y la izó con ambas manos. La apartó de la puerta y la empujó contra la pared del fondo. Ese hombre apestaba a todas las excrecencias posibles. Había asesinado a sus colegas. Movía los labios, estaba hablando, en voz baja, en un susurro. «Un ritual —pensó ella—. Va a cortarme la garganta.» Oyó «Lubyanka, Vorkuta» y el resto de palabras. Luchó contra él, le empujó, pero él hizo fuerza como un zombi y la forzó contra la pared. Ella intentó agarrar el cuchillo. Él aumentó la presión en su garganta. Él era demasiado grande y ella sintió que le fallaban las fuerzas, que se quedaba sin aire en los pulmones. Él se estremeció, perplejo, y abrió mucho los ojos. El cuchillo le cayó de la mano, la presión sobre el cuello de ella aminoró y él cayó hacia delante, como en un intento de sujetarla con todo su cuerpo. Abrió la boca esforzándose por respirar, escupió saliva, la boca se le abrió en un rictus de sorpresa. Vomitó sangre. Sally Benchborn apareció en el alféizar de la puerta con el chal rosa y el Einfeld auténtico de la guerra de secesión entre los brazos, la bayoneta manchada de sangre.

24 de mayo,

a última hora de la tarde

Evangeline apareció ante mi puerta a las ocho, colorada a causa de alguna emoción. Tenía el ceño fruncido. Yo quería hablar con ella acerca de la reunión de mañana e intentaba que me diera su consejo. Pero nada más. Ella estaba mucho más perjudicada de lo que yo había imaginado.

—Tengo que decirte una cosa ahora mismo —dijo—. No puedo esperar ni un minuto más.

Era evidente que había caminado ochenta manzanas de la ciudad. Yo le dije que ella estaba todavía demasiado débil para realizar ese tipo de esfuerzos y me dirigió una mirada poco amistosa. En retrospectiva, comprendo por qué. Quizás estuviera trastornada, pero no era en absoluto frágil.

Le dije que esperaríamos a Julia Barnes, que también estaba invitada, mientras le servía un vaso de whisky escocés como medicina, a pesar de que ella lo miró con un desagrado evidente. Pero vació el vaso de un trago y pidió otro. Se negó a quitarse el abrigo.

—¿Cómo está Robert?

Se encogió de hombros: una respuesta inquietante. Julia Barnes llegó y, con ella, Sally Benchborn, a quien yo nunca he conocido bien. Algo había ocurrido, era evidente. Entre ellas se hizo un silencio cargado de significado. Le pregunté a Julia si todo iba bien y ella asintió con la cabeza. Les serví a ambas un whisky irlandés.

Evangeline nos increpó:

—¿Estamos listos, ahora?

Las mujeres no habían tenido tiempo de sentarse.

—¿Qué sucede?—preguntó Julia, obviamente sorprendida de ver a la chica Harker en mi casa. Entonces vio mis muletas y mis vendas: no se había enterado. Le expliqué rápidamente que yo me había reunido con nuestro enemigo y que mi estado era la consecuencia de ello. Le prometí que le contaría más, pero que lo aplazaba a causa de la urgencia de Evangeline.

Hice un gesto hacia Evangeline y ella nos pidió que nos sentáramos. Empezó a hablar. Al cabo de una hora, Julia, Sally y yo todavía estábamos sentados, contemplando el icono ruso que tengo sobre la chimenea. Nos habíamos bebido casi todo el whisky y fui a buscar una botella de oporto; hacía falta algo más dulce. Yo me sentía como si hubiera recibido un golpe de hacha, mis esperanzas se habían desvanecido. El tiempo no serviría para curar a esa chica y no habría forma de tener éxito. Julia Barnes y Sally Benchborn contemplaban el Andrei Rubliov, como si le imploraran. Ellas habían esperado quizás encontrarse con una conversación referente a las tácticas, no con una revelación de asesinatos y violaciones que superaba sus peores pesadillas. Yo no me creí ni una palabra de la historia de la chica, ni una palabra en sentido literal, quiero decir, pero intuía los actos inefables que debía de haber soportado para haber elaborado una fantasía tan inmunda.

Me pareció que el mismo pensamiento pasaba por las cabezas de los demás. Nos habíamos quedado sin palabras. No podíamos mirarla.

—No me creéis en absoluto, ¿verdad? Ian dijo que no valdríais la pena.

—No es eso, querida —empecé a decir yo.

—¡No soy tu querida! —gritó—. ¡Soy esto!

Se abrió la camisa de un tirón y mostró el pecho y el estómago desnudos. No supe qué decir: nunca había visto nada parecido. Tenía cientos, miles, de cortes y arañazos por toda la piel, y parecían formar una especie de diseño. La habían torturado. Me llevé la mano a la boca y me dejé caer en la silla.

—Él te hizo eso. —A Julia le temblaban los labios de rabia. La Benchborn no quiso mirar.

Yo miré a la editora y levanté la mano. No tenía sentido continuar con esa conversación. Ambos la habíamos oído mencionar a su amigo muerto como si hubieran estado hablando recientemente.

—¿Ian? —le pregunté, esperando que se daría cuenta de la posición en que nos había colocado—. ¿No te referirás a nuestro Ian, querida?

Las cosas se pusieron desagradables, entonces. Ella caminaba de un lado a otro y gritaba, diciendo que era una estupidez que intentáramos burlar a esa criatura imaginaria, a esa mantícora con quien se había enfrentado en Rumania. Confieso una total confusión. Yo había visto a ese hombre y me había dado cuenta de que era un monstruo, no tenía que convencerme de ese horror. Pero lo que decía no tenía sentido. Por un lado, se quejaba de haberse convertido en alguien como él, de haber asesinado a alguien y haber profanado su cuerpo. Por otro lado, parecía que tenía intención de destruirle con algún inconfesado acto de seducción. No entré a investigar esas contradicciones, había demasiadas. Al final, cayó de rodillas sobre la alfombra, a mis pies, y dijo, en un tono que tenía una clara connotación sexual, que haría cualquier cosa que yo quisiera si la escuchaba. Intenté levantarla del suelo y Julia probó a utilizar su influencia como mujer. Pero todo terminó en un giro desafortunado: Evangeline salió precipitadamente de mi casa, hacia la noche. No pude detenerla y, francamente, no deseaba hacerlo.

Ella no nos es de ninguna utilidad, me temo. Tengo una sincera duda ética acerca de si es razonable que repita en este diario los detalles de lo que ella nos contó acerca de su interacción con Torgu. Si, tal y como he dejado claro antes, estas páginas deben ser consideradas como un testamento, entonces sus revelaciones formarían parte de ese cuerpo de documentos. Soy de la opinión de que no deberían serlo. Lo que ella tenga que decir, debe ser dicho en el terreno de la mayor confidencialidad. Estoy seguro de que ha falseado su narración, y tengo la fuerte intuición de que aquello que ella ha afirmado haber ofrecido por propia voluntad como arma le fue arrebatado por pura fuerza. ¿Lo sabe su prometido?

Julia Barnes, Sally Benchborn y yo nos quedamos como último reducto.

 



                                                           


Compartir este post
Repost0

Comentarios

Presentación

  • : El blog de Daniel
  • : MISTERIO.....TV.ONLINE;PELICULAS DE TODO LOS GENEROS,FUTBOL TODAS LAS LIGAS,DIBUJOS ANIMADOS GRAN VARIEDAD,DOCUMENTALES,SERIES TV,LIBROS PARA LEERLO COMO TODA LA SAGA DE CREPUSCULO,TIERRA DE VAMPIROS Y MUCHAS COSAS MAS......
  • Contacto

RADIO

Archivos

Artículos Recientes