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19 mayo 2009 2 19 /05 /mayo /2009 16:12


                                             SITIO

Era pequeño pero no daba esa sensación. Si acaso, irradiaba una especie de plenitud, gracias sobre todo a su cabeza. Su cuerpo culminaba en un cráneo grande y pálido que estaba coronado, en su ápice, por una maraña de pelo blanco amarillento. Tenía unas cejas gruesas y contundentes que hacían juego con los suaves y llenos labios, los cuales desplegaban una sonrisa voluptuosa para mostrar la peor dentadura que yo nunca había visto. Por supuesto, yo tenía la cabeza plagada de monstruos gracias a Clemmie, y quizá fue por eso por lo que presté tanta atención. Pero esos dientes no estaban afilados en absoluto. Tenían forma redondeada, como fichas, y eran de un azul oscuro, como si se hubieran podrido en esas encías grises, podrido pero negado a abdicar. Sus ojos eran de un marrón tirando a negro, sus pupilas no tenían unos contornos definidos, y me miraban con una quietud calculadora. Se le veían enrojecidos por el agotamiento, y tuve la sensación de que era un hombre que bebía mucho café y que tenía demasiadas cosas en la cabeza para conseguir un descanso nocturno decente, a pesar de que sus gestos no eran exactamente somnolientos. Podría haberle descrito como teatral, excepto porque no había nada de teatral en sus gestos. Sonrió mientras me daba un apretón de manos.

Lo intenté otra vez.

—¿El señor N. Olestru?

Él negó con la cabeza y su rostro adquirió una expresión irritada e incómoda. Rio con una sequedad que no indicaba ninguna diversión.

—Mi querido Olestru se encuentra perdido en las montañas con un fotógrafo noruego. Es una pena.

—Comprendo. —Inmediatamente, mi preocupación por perderme la historia dejó paso a una combativa necesidad de defender mis derechos. Nadie me había dicho nada de un noruego. Teníamos entendido que solamente se le concedería a La hora el acceso a Ion Torgu. La posibilidad de otras partes interesadas nunca había formado parte de las conversaciones.

Nos dirigimos con lentitud hacia la entrada del bar.

—Supongo que existen destinos peores.

Emitió otra risa seca. Pareció percibir algo desagradable en la expresión de mi cara.

—Es nicotina, querida.

—¿Perdón?

—Mis dientes. Son manchas de nicotina.

—Oh no... lo siento. Ni siquiera me he dado cuenta.

—Por supuesto que se ha dado cuenta. Es usted periodista, ¿no? Estaba mirándome, ¿verdad? Señorita Evangeline Harker.

El hombre se detuvo y me saludó con una ligera inclinación de cabeza. Yo le pedí a Dios no haber, en esos pocos minutos, añadido un insulto al desaire, no haberle humillado al mirarle los dientes después de haber llegado tan tarde. A primera vista, aparte de la extrañeza general de su cabeza y de sus facciones, parecía bastante normal, pero cuando se incorporó después de la reverencia, percibí otros detalles que me inquietaron. Llevaba un traje blanco con una camisa de color azul oscuro y abierta a la altura del cuello, una vestimenta más apropiada para un paseo por el Caribe que para una tarde de otoño en las montañas. Hubiera dicho que llevaba una talla demasiado pequeña. El borde de los pantalones dejaba al descubierto un centímetro de los calcetines azules. Los puños azules de la camisa sobresalían de las mangas de la chaqueta, y sus enormes manos rosadas como jamones se unían a unas muñecas que sobresalían de los puños. Hacía tiempo que no se había limpiado los zapatos. La superficie de los mismos tenía cierto aspecto de pobreza, como si hubiera vivido mucho tiempo sin tener la posibilidad de mejorar su guardarropa, pero al mismo tiempo percibí en él una fuerte seguridad, la clase de seguridad que proporciona el hecho de tener una buena situación económica.

Su observadora mirada no sugería vulnerabilidad. Se llevó las manos a ambos costados del cuerpo. Parecía esperar alguna señal.

—Estoy a su disposición —dije.

—Maravilloso. —Sus labios dibujaron una sonrisa. La sinuosidad de los mismos resultaba inquietante. Caminamos hasta el bar—. Quiero tener una larga conversación con usted. Quiero que compartamos una conversación. ¿Es correcto, en inglés, «compartir una conversación»?

—Casi. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿Cuál?

—¿Cómo se llama?

—Torgu. —Creo que abrí mucho la boca, y él se dio cuenta de mi sorpresa. Hizo una ligera mueca, como si su propia fama fuera una mortificación para él. Pero no pude ocultar mi sorpresa. Torgu, Ion Torgu, era una figura mítica. Algunos altos cargos del FBI me habían dicho que era posible que él no existiera, que quizá no era otra cosa que el nombre clave de un consorcio de organizaciones criminales rumanas. En el primer intercambio de correos electrónicos, N. Olestru había expresado sus dudas acerca de la posibilidad de conocer al hombre en persona, a Torgu. Describió a su chief (jefe) como una criatura que se escondía del ojo público igual que un animal salvaje se esconde de la civilización. Y a pesar de ello, ahí estaba, el mismísimo Torgu en persona. O eso era lo que afirmaba ese hombre bajito y extraño.

Me examinó con los ojos achicados.

—¿Está usted desconcertada?

—Si le digo la verdad, me siento complacida y honrada.

Ese comentario le provocó un placer evidente. Por un momento sentí escrúpulos de decirle algo así a un señor del crimen, pero me recordé a mí misma que tenía un trabajo que hacer y determinadas herramientas para hacerlo, entre las cuales se contaba el halago.

Me condujo a la entrada del bar del hotel, vacío excepto por el barman y una camarera. Ambos observaron a Torgu, pero él les ignoró. Acercó un asiento para mí hasta la mesa más alejada del bar.

—¿Qué quiere beber? —preguntó, apoyando los diez dedos de la mano encima de la mesa, delante de mí. Sus uñas tenían el mismo tono oscuro que sus dientes.

—Un agua mineral estará bien.

—Tome alcohol.

Tuve que reír.

—Si insiste...

—¿El vino húngaro le parece bien?

Hice un gesto indicando que sí. Mi bloc de notas y mis bolígrafos estaban arriba, con el resto del equipaje. Él se dirigió al bar y pidió una botella de tinto.

—Su viaje requirió más tiempo del esperado —dijo, al volver. Se sentó enfrente de mí. Yo abrí la boca para disculparme, pero él rechazó mi impulso con un gesto con la mano—. No es culpa suya. Me entristece decir que Rumania todavía no tiene una red nacional de carreteras.

Hacía demasiado calor en el bar. Sentí que la languidez se me instalaba en las piernas. Tuve ganas de tumbarme. Las raras veces que me pongo así, me da por hablar, aunque no quería hacerlo. El alcohol casi nunca ayuda.

—Una procesión por un funeral nos retrasó —le dije, sin ningún motivo.

—¿Nos?

—A mi compañera de viaje y a mí.

Volvió a achicar los ojos y frunció los labios.

—Esa mujer, quiere decir. —Inclinó la cabeza en dirección al vestíbulo—. ¿Puedo preguntarle quién es? —Sus ojos buscaron los míos.

—Si yo puedo preguntarle acerca de ese inesperado noruego.

El fruncimiento de labios se hizo más pronunciado y creí que iba a emitir un gruñido canino. Esa expresión me atemorizó un poco al provenir de un hombre que tenía una legendaria reputación de crueldad.

—Honestamente, señor Torgu, tuve la impresión de que la conocía.

—Ella no es nadie a quien yo conozca —dijo—. Pero lo averiguaré.

Eso sonó como una desagradable promesa, así que decidí contarle lo que sabía.

—Viajó conmigo y, al principio, pensé que ése era su único interés. Pero más tarde tuve la sensación de que se encontraba allí por un motivo en particular. Parecía saber algo acerca de mi historia. ¿Se ha puesto alguien en contacto con usted para tener una entrevista? ¿Algún programa de otra cadena de televisión? Le agradecería que fuera sincero.

Estaba claro que la idea de que otros programas de la televisión estadounidense compitieran por obtener su atención no se le había ocurrido con anterioridad, y era evidente que le encantó. Juntó los dedos de ambas manos y estuvo a punto de sonreír. Mostró un pequeño cuadrado negro entre los labios que parecía ser nicotina.

—Ya veremos —dijo, al tiempo que soltaba otra risa seca—. Todo se sabrá.

La botella de vino húngaro llegó y fue descorchada con un entusiasmo que tenía sus motivos. Los vasos se llenaron de vino.

—Ahora, cuénteme sus razones para esta aventura en mi parte del mundo, por favor. Siento mucha curiosidad.

Yo me alegraba del cambio de tema de la conversación, aunque mi discurso no había sido preparado para ese hombre. Había sido pensado para el desaparecido Olestru, quien me había comunicado las preocupaciones de Torgu.

—Para empezar, mis fuentes de información en Justicia no me creerán cuando les diga que le he conocido de verdad. Esa es una de las razones por las que estoy aquí. Para demostrar que usted existe.

—Si existo. Sí. Muy bien.

—Ah, sí —dije yo, un tanto desarmada—. Asumamos, para continuar con la conversación, que usted existe.

Él olió el vino. ¿Tenía alguna idea de lo célebre que era en el mundo policial? Aunque nunca grabáramos ni un segundo, yo tendría que contar mi encuentro a los chicos del FBI, solamente para ponerles celosos. Cuando la fuente de Lockyear en las oficinas me dio la dirección de esa confusa página web en rumano que no había sido actualizada en tres años, me dijo que ése era el único lugar conocido donde se mostraba información sobre Torgu públicamente. Me dijo que un tal N. Olestru era quien supuestamente mantenía la página, donde había una dirección de correo electrónico que parecía pasada. Los mensajes electrónicos del FBI eran devueltos sin haber sido leídos. La policía de Rumania no mostró ninguna curiosidad por el asunto. De alguna manera, mi correo electrónico había llegado a destino. Al cabo de seis meses, mucho tiempo después de que yo hubiera desistido, recibí una invitación digital de N. Olestru para que fuera a Brasov. Era muy extraño, a la luz de todo aquello, que él no hubiera acudido a la cita.

El rostro de Torgu brillaba de placer. El color volvió a sus mejillas pálidas.

—Dígame. ¿Qué es lo que dice exactamente la comunidad policial?

—Veamos. Dicen que usted fue un prisionero político durante el viejo régimen.

El entrecejo se le arrugó, y en la ancha frente se formó una línea de sombras.

—Muy cierto.

—Que es usted un nacionalista rumano.

Él negó con el dedo índice.

—Eso no es exacto. Ni siquiera soy rumano. Pero ya hablaremos de ello. ¿Qué más?

—Que usted dirige las redes de contrabando de personas y de drogas al oeste de Moscú y al este de Múnich. Que también trafica con armas. Que quien quiera comprar plutonio enriquecido en esta parte del mundo tiene que tratar con usted. Que resulta que también es usted uno de los hombres de negocios con mayor éxito en Rumania, con un activo total que se cuenta en cientos de millones.

Parecía un tanto divertido estar diciéndole esas cosas a él, como si le leyera su propia biografía, pero sus ojos exigían la verdad. Si yo hubiera quitado énfasis al tema del plutonio, él habría notado el disimulo. Yo quería decírselo todo. Por supuesto, y eso es en todos los aspectos demasiado común, yo quería gustarle y que confiara en mí, a pesar de que yo ya sabía que no me gustaba ni confiaba en él.

—¿Y ésa es la historia que desea usted contar? ¿Simplemente que tengo éxito en lo que hago?

—Más o menos. ¿Es todo eso cierto?

Él levantó ambas manos en un gesto defensivo.

—Válgame dios. Esa es la pregunta más importante. Quizá debamos descartarla. No niego nada. No confirmo nada. ¿No es ésa la forma de hablar correcta de los criminales estadounidenses?

Me encogí de hombros, respiré y tomé otro trago de vino. Ahora me alegraba de tomarlo. El alcohol en la sangre me hacía sentir cómoda, me daba confianza. Era un buen tinto. De repente, podía imaginarme realizando un striptease para Robert, quizá para nuestra luna de miel.

—Representa usted a una clase de gente muy misteriosa, señor Torgu. Conocemos a los oligarcas rusos, por ejemplo. Les hemos visto en entrevistas y hemos leído libros que hablan de ellos. Conocemos a figuras del crimen organizado de Estados Unidos, a los John Gotti y demás, hasta la náusea. Pero ¿qué sabemos de verdad acerca del crimen organizado de Europa del Este? No mucho. Y en esta época posterior al 11 de septiembre, corren rumores de que grupos terroristas islámicos están utilizando a figuras del crimen como usted para comprar armas y hacer dinero...

Torgu dio un puñetazo en la mesa y enseñó los oscuros dientes.

—¡Mentirosa! —rugió.

Me mantuve serena. Dejé el vaso de vino en la mesa. Uno espera ciertas emociones en estos encuentros, aunque siempre intento no tomármelo de forma personal. La gente que habla ante nuestras cámaras a menudo tiene fuertes razones para actuar así. Algunos se enfrentan a acusaciones, otros ya se encuentran entre rejas. Algunos de ellos han sido acusados por vecinos y amigos de los más horribles actos de mutilación y asesinato, y si acceden a aparecer en nuestro programa, lo hacen con intención de defenderse. Torgu no sería distinto. El FBI me había informado de que se había intentado extraditarlo a Estados Unidos varias veces, sin éxito. Así que no me sorprendió que Torgu reaccionara mal ante la lista de crímenes, y no aflojé. No pestañeé. Forma parte de la negociación: sonsacamos, engatusamos, seducimos e incluso coaccionamos a la gente para llegar a un acuerdo. Yo he utilizado todas las tácticas imaginables, excepto vender mi cuerpo. No es poca cosa el aparecer en cámara delante de millones de personas. Para nuestros sujetos es un riesgo permitir que las luces les iluminen, exponer sus rostros y sus cuerpos a los objetivos. No les culpo porque se peleen con nosotros; si bien algunos se muestran más interesados, por supuesto, y acuden a La hora como las abejas al azúcar. Pero yo he presenciado todo tipo de reacciones. He estado con gente que me ha dicho que se pegaría un tiro antes de aparecer en La hora. He recibido amenazas de muerte. Me han llamado puta y ruin. Me han dicho que estoy salvando el país, y que Dios me bendecirá. Ese hombre había empezado nuestra relación con una gran mentira. Todavía no habíamos empezado a hablar de una aparición en pantalla y me había llamado mentirosa, pero yo no había mentido. Quería que se explicara.

—Sé cual es el ángel verdadero de su programa, madame —dijo, un poco más atemperado.

Vi, con disgusto, que su chicle de nicotina había caído dentro de su vaso de vino.

—Ángulo, quiere decir.

—No, no quiero decir ángulo. —Levantó una uña como una garra—. Quiero decir, querida mía, el Ángel de la Destrucción.

Succionó ambos labios en un gesto de satisfacción. Negó con la cabeza y se apartó de la mesa como si tuviera intención de levantarse.

—Podría deciros el nombre de cierto demonio —dijo mientras le temblaba la cabeza, como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo—. Cierto caballero muy conocido y financieramente acomodado que lleva una capa negra.

—¿Se está refiriendo al parque de atracciones?

—¡Ja!

Una extraña sensación de hilaridad me recorrió el cuerpo. En cualquier momento podía empezar a reírme, y si lo hacía, no podría detenerme. Sería como una cadena de hipidos. Se me puso la piel de gallina. Él dio una palmada y se rio a causa de algún chiste privado; volvió a acercar la silla a la mesa y dio un sorbo al vaso de vino. Empecé a sospechar que ése no era Ian Torgu en absoluto, que ese hombre era, en verdad, un oportunista mentalmente trastornado que me había atraído hasta Transilvania en un intento de extorsionarme. Quizá tenía la errónea idea de que nosotros pagábamos por tener una entrevista con un importante criminal.

—Debo decirle que este tipo de arranques no me dan mucha confianza. ¿Cómo sé que es usted Ion Torgu? ¿Tiene una identificación?

Me dirigió una sonrisa babeante de dientes azulados. Parpadeó y bebió.

—No tengo ninguna identificación desde que me soltaron de los campos en las montañas.

Ése era otro problema que Lockyear no había previsto, pensé. ¿Cómo íbamos a verificar que ese hombre era quien afirmaba ser? Sin tener ninguna prueba de su identidad no era posible que avanzáramos. Por lo único que sabíamos, íbamos a grabar una entrevista con un civil retirado, o con un lunático, o ambas cosas. Tampoco podíamos verificar su nacionalidad. Por su aspecto, ese hombre podía ser húngaro, ruso, alemán o serbio; no había forma de saberlo.

—Ahora que ha sacado usted el tema, hablemos de ese parque de atracciones. Algunos periódicos han especulado con la posibilidad de que usted sea el principal inversor en ese proyecto, y si es así, eso nos interesa. Vlad el Empalador es un héroe nacional y no tiene nada que ver con Drácula...

Sus labios se retorcieron y dibujaron otra mueca.

—Le ruego que no repita ese nombre.

Saqué dinero rumano de mi monedero; no debía permitir que él pagara el vino. Tendría que llamar a Lockyear y ponerle al corriente de la situación: esa entrevista no estaba clara. Incluso si esa persona que tenía delante de mí resultaba ser Torgu, el entrevistado no sería otra cosa que una enorme incomodidad para nosotros. Hasta ahí estaba claro.

—Estoy cansada —le dije—. Quiero pagar el vino, ir a mi habitación y hablar con mi gente en Nueva York. Podemos vernos por la mañana.

Pareció que Torgu se daba cuenta de que había sobrepasado los límites de mi tolerancia. Cambió el tono.

—Pero yo quiero llevarla a Poiana Brasov en este mismo instante.

Me maravillé ante la audacia de ese hombre.

—Eso está fuera de discusión.

—Si deja usted escapar esta oportunidad, no le puedo prometer que haya otra.

Yo tenía las manos en los bolsillos y el anillo se deslizó hasta uno de mis dedos, como si buscara el calor humano. «Si fuera un anillo mágico —pensé—, trataría de esfumarme. O lo frotaría y haría que Robert se materializara aquí e hiciera desaparecer a este trasgo en la oscuridad. Robert haría bromas maliciosas sobre el aspecto cutre del hotel y me prometería una estancia en el Four Seasons cuando volviéramos. Nos tomaríamos un vaso de su whisky favorito juntos y jugaríamos a las cartas.» Pero eso era una fantasía, y yo tenía que enfrentarme a la realidad allí mismo y en esos momentos.

Sabía que sería un grave error perder esa entrevista sin consultarlo previamente con Lockyear. Pero también sabía lo que mi jefe diría de ese hombre. Le odiaría. Lockyear atribuía cualidades morales a las características físicas, y no perdonaría a un tipo con los dientes podridos y manchados de nicotina. Imaginaba el futuro de esa historia. Nuestro corresponsal, Austen Trotta, se sentiría disgustado por la mera presencia de una persona así, pero probablemente intentaría algunos trucos para sacar una buena historia de él. El primer visionado para el productor ejecutivo, el fantasioso Bob Rogers, sería un desastre, y Torgu sería rechazado como personaje. Ya me imaginaba las críticas: «No podemos enseñar a ese tipo en la televisión de Estados Unidos. Mira esos jodidos dientes. Mira ese pelo. Es un freak. No traería a ese tipo a La hora aunque me pusieras una pistola en la cabeza. ¿En qué demonios estabas pensando?». Lockyear me culparía a mí. Me culparía por esos dientes, me culparía por haberle arrastrado hasta Rumania y me culparía por el mal visionado. Tomé una firme decisión: no iría a Poiana Brasov. Me levantaría de la silla, llamaría a Lockyear y le diría que nos retirábamos.

—A ver si lo entiendo —dijo Torgu—. ¿Usted tiene el poder de activar o detener este proceso de televisión?

—No le sigo.

—Quiero decir —hizo una pausa, como si ordenara las ideas—, quiero preguntar si su puesto de trabajo le da el poder absoluto de darme esta oportunidad ante su tan grande audiencia en su tan grande programa. ¿Posee usted tanto poder, señorita Harker?

Yo nunca lo había oído expuesto de tal forma. Pero tenía razón. En este asunto, yo tenía ese poder. Lo tenía completamente. Ese poder quizá no generaba unas ganancias reales, pero me confería cierta influencia con los sujetos susceptibles de ser entrevistados. Si yo bajaba el pulgar ante Lockyear, éste no iría a Rumania y no conocería a Torgu ni en un millón de años. Nunca se arriesgaría a colocar a Austen Trotta en una entrevista con un sujeto a quien yo no había dado mi bendición.

Ese hombre era listo. Apelaba a mi vanidad. Lo vi enseguida, pero sucumbí de todas formas.

—¿Tiene que ser esta noche?

Me dirigió una larga mirada.

—Estoy deseoso de cooperar, pero tiene que ser con mis condiciones. Ya lo ve, querida mía, soy un hombre acorralado.

Dijo esas palabras en un tono lastimoso.

—Yo también pongo una condición —le dije.

—Diga.

—Antes de que vaya, usted me dirá exactamente lo que quiero saber. Nada de tonterías.

Él aceptó con un asentimiento de cabeza.

—Nada de tonterías.

—En primer lugar, si es usted quien dice ser, debe demostrarlo.

Él asintió.

—Hay algunos títulos de tierras en mi domicilio. ¿Serán suficientes?

—Ya lo veremos. Además, ha dicho que no es exactamente un nacionalista rumano. ¿Qué significa eso?

—Significa, querida mía, que ni siquiera soy rumano, así que difícilmente se me puede tildar de nacionalista rumano.

—¿De dónde es usted, entonces? ¿Cuál es su nacionalidad?

Volvió a reírse de esa forma que parecía que secaba la tierra.

—Oh, vaya, esa respuesta sería muy larga.

—Algo, por favor. Necesito algo.

Se aclaró la garganta.

—En cuanto a la raza, no soy de ninguna en particular. Si quiere saberlo, llevo la sangre de la gente que emigró de Asia Central a través del Cáucaso hasta Europa. Soy escita y kazaco, oseto y georgiano, moldavo y mongol.

Le confesé que tenía dudas sobre ese pedigrí tan confuso.

—¿Qué puedo hacer? Los doscientos idiomas del Cáucaso resuenan dentro de mí cada noche. Los bizantinos todavía combaten contra los pechenegos. Los búlgaros están en guerra perpetua contra Novgorod. Mi persona es un camino por el cual toda esa gente ha viajado. Esa es la triste realidad. Ojalá pudiera ser un nacionalista rumano, sería muy fácil. Vestir de verde, matar a algunos húngaros, quizás a un judío.

Dio una palmada.

—Esa es mi respuesta.

—Pero su nombre es rumano —insistí.

—¿Mi nombre? —Levantó las manos en un gesto desesperanzado—. Quizá deberíamos abandonar este proyecto, después de todo.

Vi que tenía que creerle. O mejor, que quería hacerlo. Quizás estuviera loco, y desde luego era un hombre difícil, pero también era posible que fuera quien afirmaba ser. En todo caso, yo me enorgullecía de ser tan tenaz como mi padre: si ahí había una historia, sería mía.

Llegamos a un acuerdo. Hacía falta una hora para ir en coche a Poiana Brasov, y Torgu dijo que debíamos partir inmediatamente. Dijo que yo debía llamar a Nueva York y decirle a mi gente que se estaban llevando a cabo las negociaciones. Que no había ninguna promesa, pero sí espacio como para llegar a un acuerdo. Las conversaciones requerirían una cierta cantidad de tiempo y tenían que llevarse a cabo en secreto, en un lugar no revelado de los Alpes transilvanos. No sería posible que se comunicaran conmigo hasta que esas negociaciones hubieran finalizado.

Torgu era el propietario del hotel en Poiana Brasov, y me explicó que me ofrecería una habitación lo bastante lujosa para compensarme por lo avanzado de la hora. También me estaría esperando una deliciosa comida caliente, dijo, la mejor comida que se podía saborear en toda Rumania. Se excusó para ir al lavabo, y yo fui a mi habitación para recoger mis cosas y hacer la llamada. Dejé un mensaje de voz en el contestador de Lockyear y me dispuse a abandonar la habitación. Mientras giraba la llave me di cuenta de que el teléfono estaba sonando; cuando llegué a él, ya habían colgado. Yo había tomado demasiado vino, y tenía una sensación de mareo y de ofuscación a causa del ambiente cargado del lugar. No debería haber aceptado sus condiciones. Pensé en Clemmie y en sus demonios africanos. Di unas vueltas en la oscuridad de la habitación durante unos momentos, porque no podía encontrar el interruptor de la luz. Puse las manos en la fría superficie de un espejo y me sobresalté. El teléfono empezó a sonar otra vez, pero lo ignoré. Llamaría a Lockyear tan pronto tuviera algo que decirle.

Descubrí que mis cosas no estaban en mi habitación. En un momento de pánico, rasgué las sábanas de la cama. Todo había salido mal.

Llamé al recepcionista del vestíbulo y éste me informó de que mis pertenencias ya habían sido trasladadas desde mi habitación hasta el coche que esperaba fuera. Abajo, al pasar por delante de su oficina, el recepcionista me llamó.

—Amigo ha dejado cosa para usted.

—¿El señor Torgu?

—Señora.

Puso un sobre en mi mano. Era de Clemmie. Lo abrí y encontré una diminuta cruz de metal con una cadena. Era su cruz. Tenía valor: había estado intentando captarme todo el tiempo. Era una de esas personas que juzgan, que creen en la pureza del alma. Pero el anillo de diamantes triunfa sobre la cruz, como yo digo. El amor humano vence al amor divino. El amor humano significa piel, y yo soy piel. Yo soy de este mundo, mi reino está aquí. El alcohol me hacía hablar así, me dije, pero qué caramba; ella me sacaba de quicio. El conserje me miraba expectante, con los ojos llenos de preocupación y buscando una propina. Saqué el collar del sobre y me lo colgué del cuello. Dejé cinco dólares americanos para el conserje. Robert me hubiera dicho que eso era de una generosidad excesiva. Pero yo soy una mujer excesivamente generosa, y espero que este hecho sea recordado



                                         OCHO


Ocho

La carretera serpenteaba a través de un campo oscuro y ondulante. Torgu no habló. Miré su rostro varias veces, iluminado por la luz verde del salpicadero, y me pareció frágil y lastimoso. El coche era un viejo Porsche con el interior de piel, bastante silencioso. No me parecía normal que él condujera por estos caminos tan difíciles y oscuros, debería tener un chófer. ¿Por qué no lo tenía? ¿Sería eso un signo que me advertía de que ese hombre no era un importante criminal? De momento, no tenía nada que perder si le creía, y consideré las opciones.

Sabía que sería un hombre difícil de entrevistar. Tendríamos que regatear con todo, y ese tipo de negociaciones requieren tiempo. Supongamos que aceptara; tendríamos que hablar de su rostro. ¿Podríamos mostrar su cara o insistiría en un retrato robot? ¿Habría que hacer borrosa su imagen hasta que no fuera visible? ¿O se mostraría como una sombra oscura, un perfil negro contra el resplandor de una luz blanca? El anonimato podría ser una razón para romper el acuerdo para Lockyear. ¿Seguiría el público un programa entero acerca de un hombre a quien no podían ver con sus propios ojos? En cambio, si conseguíamos que se sentara y mostrara el rostro durante una larga y comprensible entrevista, podríamos desentrañar toda la historia oculta de esta parte del mundo. Es decir, si hablaba de verdad. Era posible que se cerrara y no dijera nada, o que utilizara la entrevista para negar cualquier relación con el crimen, o intentara dar una imagen de mártir político y nada más. Pero valía la pena jugársela. Esa era mi opinión profesional.

Al final llegamos a un pueblo, una especie de estación de esquí, donde unas luces brillaban en algunos establecimientos. Me pareció ver unas cuantas casas grandes desperdigadas a lo largo de un camino entre unos hoteles de estilo alpino. No era temporada de esquí, y la actividad en esos hoteles no iba más allá de los primeros pisos. Sólo podía haber unos pocos clientes. A pesar de ello, deseé que entráramos en una de las calles.

—Poiana Brasov —murmuró él, percibiendo mi interés—. Ese es el nombre de este lugar.

—Lo recuerdo. Su hotel está aquí.

—Un poco más arriba. Esto era la estación del dictador. Me gusta atravesarla en coche y pensar en la violencia de su derrocamiento.

—Si hay un teléfono —dije—, me gustaría llamar a mi prometido.

—Por supuesto que hay teléfonos —repuso él—, pero vamos con retraso, y nuestra cena ya ha sido preparada.

Mientras nos dirigíamos hacia las afueras del pueblo, no lejos de la entrada del último hotel de la calle principal, aminoró la velocidad y se detuvo. Recuperé mis esperanzas y tomé el bolso. Él sacó la cabeza por la ventanilla y escupió sonoramente a la calle, luego volvió a subirla y arrancó. Yo recordé que el teléfono había estado sonando en

la habitación del hotel mientras cerraba la puerta y yo había decidido no contestar. Como diría mi madre, cada uno hace sus elecciones.

—Seguramente se habrá dado cuenta de que no soy un educado y viejo caballero. La culpa la tiene ese monstruo. Convirtió mi vida en un infierno, y yo me tomo mi propia justicia al detenerme siempre en su pueblo.

¿Cómo podía nadie discutir con un superviviente de un campo de concentración? La calle estaba pavimentada sólo hasta la mitad, por lo que llegados a cierto punto nos hundimos en la tierra. Él conducía demasiado deprisa en ese vehículo tan poco apropiado, de modo que piedras y terrones de tierra salían volando a nuestro paso. Bajamos una cuesta y aumentó la velocidad. Los pinos se cernían sobre nosotros. Qué ridículos habían sido mis temores en el coche con Clemmie. Habíamos visto un ataúd, ¿y qué? Eso no era nada.

Al cabo de un rato la carretera mejoró y vimos unos mojones a la luz de la luna. Atravesamos un ondulante prado de hierba, donde vi un pequeño cementerio y un bosquecillo de cruces blancas. Más adelante dejamos atrás una pequeña iglesia de piedra y lo que parecían ser unas cuantas granjas. Pero no había luces. Me pareció ver las siluetas negras de las vacas. Torgu me miró mientras atravesábamos esa isla de civilización.

Finalmente, Torgu empezó a aminorar la velocidad. Se detuvo en un espacio oscuro que debió de haber sido un aparcamiento, aunque no pude ver ningún edificio. Las luces del coche se apagaron antes de que pudiera echar un vistazo a mi alrededor. Él abrió la puerta del coche y salió con una agilidad sorprendente. Yo me quedé sola un instante. La puerta del copiloto se abrió y cogió mi maleta.

—Por favor.

—No me gusta esta situación.

Unos perros u otros animales empezaron a ladrar y a aullar en la distancia.

—Yo me adelantaré y alumbraré el camino —dijo. Sacó la maleta—. Se sentirá más tranquila. En cualquier caso, el hotel le parecerá preferible a los lobos de este bosque.

Salí del coche y, dejando la puerta abierta, caminé enérgicamente detrás de él. La luz del interior del coche proporcionaba una iluminación muy débil. Yo caminaba hacia un agujero en la noche, entre los pinos. Olía los árboles. Los había olido desde que llegamos a Brasov, al pie de la montaña, pero allí se percibía una agradable y distante fragancia, como el aroma de la sal en el aire cuando uno está todavía a kilómetros de la playa. Aquí arriba, abandonados a sí mismos, los árboles eran una masa sofocante. La savia rezumaba de las grietas en la corteza y se deslizaba hasta el suelo. Las agujas habían caído formando grandes montones, y un líquido supurante se esparcía debajo de ellos. Esta cercanía de la vegetación en filas inmóviles, como animales, como si los pinos fueran unos altos y desnudos seres humanos atentos a nosotros, me atacaba los nervios.

Pero había algo más que los árboles, en verdad. Tengo que ser sincera. La gente, cuando está sola en un bosque oscuro, se asusta. Le puede suceder a cualquiera. Había una diferencia en este sitio: justo en medio de los árboles, también invisible al principio, se levantaba un objeto hecho por manos humanas, una gran estructura que emanaba su propio olor, un aroma que otorgaba al olor de los pinos un toque fúnebre. Esa es la única manera en que puedo describirlo. Ese olor provenía de la mezcla del edificio y de los árboles. Eran una misma cosa. Por unos segundos no fui capaz de ver ni mis manos ni mis piernas. Me noté la piel y casi salté del susto, como si hubiera salido de mi propio cuerpo. La rama de un árbol me rasguñó el brazo y experimenté un dolor insoportable que me hizo gritar.

Torgu no iluminó el camino. Se había adelantado deprisa y había desaparecido. «Podrían asesinarme aquí», pensé. Así es como se sienten esas personas a quienes conducen hasta un lugar y esperan llegar a un acuerdo u obtener cierta compasión, y. entonces oyen el crujido de una ramita detrás de ellos, y nosotros vemos la expresión horrorizada de sus ojos antes de que el arma estalle y la pantalla se oscurezca. ¿Es esto a lo que se refiere la gente cuando habla de enfrentarse a la propia mortalidad?

En otras circunstancias, hubiera corrido hasta un árbol y hubiera intentado trepar. Pero no lo hice. No confiaba más en los árboles de lo que confiaba en Torgu. Me detuve, me agaché y me rodeé con los brazos. Uno hace eso cuando no hay otra opción, y las cosas se aclaran. Es una sensación bonita, en cierto sentido. Todas esas decisiones con que se enfrenta uno en otros momentos se disuelven y sólo se hace lo que la existencia le ofrece. Me había sentido de esa manera la noche en que Robert me propuso matrimonio. Ese fue otro instante de absoluta claridad, aunque muy distinto; entonces quise llorar cuando él me dio el anillo, y lo hice. Quería llorar en el bosque también, pero no me lo permití. Si se me caían las lágrimas de los ojos, pensé, entonces nunca abandonaría ese lugar. Esa fue la prueba que me impuse, y la pasé. Conseguí que las lágrimas se me quedaran en los ojos.

Las luces se encendieron. Estallaron en un color amarillo, como si se hubieran encendido unas antorchas, y vi que me encontraba en la linde de un camino cubierto, un pórtico que apestaba a moho, a troncos cortados y a gasolina. Los troncos habían sido amontonados detrás de las columnas, un muro de leña.

El olor a gasolina provenía de lo que parecía ser un generador que se encontraba dentro de una casucha de cemento, justo a mi izquierda. El pórtico se desviaba a la derecha y llegaba hasta una entrada envuelta en las sombras. Unas lámparas colgaban de los aleros del pórtico, justo en el punto donde las columnas llegaban al techo, y continuaban hasta las puertas, que eran de cristal biselado y ofrecían un reflejo borroso. Me volví y miré hacia el bosque y el coche. El Porsche no era visible.

—Uno de los últimos rincones de Urwald, el antiguo bosque europeo. ¿Le gusta? —De alguna forma, Torgu había acabado detrás de mí.

Fui honesta.

—No.

—Estamos de acuerdo, entonces.

—No se parece a ningún otro bosque donde yo haya estado. ¿Vive usted aquí?

Él sonrió.

—Habito aquí.

Parecía haberse vuelto más frágil, incluso menos saludable. Como si hubiera encogido.

—Si hubiera usted visto cómo paso los días, comprendería por qué prefiero la compañía humana a la compañía vegetal. Las personas tienen una existencia sensacional y una vida impresionante después de la muerte. Sus muertes son incluso más interesantes que sus vidas. Pero un árbol... —Hizo una pausa y levantó la mirada con expresión de desdén—. Hace así, así y así hasta que cae y las pequeñas criaturas del bosque se cagan encima de él. ¿Tiene hambre?

Me di cuenta de que estaba hambrienta. De repente me sentí segura y, al mismo tiempo, tonta por haber tenido ese ataque. Así lo denominé, en ese momento. Había tenido un ataque, como una crisis. Haría una llamada al terapeuta tan pronto volviera a Nueva York. Seguiría un nuevo régimen físico: yoga, comida sustanciosa y carreras por el parque.

Ahora, por supuesto, no puedo explicar ni intentar justificar esta ignorancia. Para alguien como Stim, quizá, ya habría habido evidentes signos de advertencia. Él conoce las películas. Ha leído el libro una docena de veces, hasta puede citar algunas frases. Pero yo nunca he sido una fan, nunca he tenido ningún interés en este tipo de cosas y, por supuesto, nunca pensé que me encontraría un argumento similar en mi propia vida. Es más, incluso cuando supe que iba a ir a Transilvania, aun teniendo el conocimiento preciso para pillar la alusión, incluso cuando Stim me dijo que leyera el libro y que viera unas cuantas películas, casi no presté atención. Miré las tapas del libro y lo descarté, por la misma razón que descartaba esos rollos sobre elfos y trasgos. Nunca fui una chica Narnia, ni una muchacha hobbit. Soy realista. Creo en las cosas que puedo palpar. Siempre he preferido a los hombres macizos, la ropa diseñada por un genio y la comida elaborada por profesionales; aquellas cosas que el dinero puede comprar. Quizá sea una frívola, pero ésa es la verdad, y nunca he sentido la necesidad de disculparme por ello. Creo que la mayoría de las personas son como yo. La mayoría de nosotros, aunque seamos pobres, o religiosos, o suscribamos los más extraños credos, queremos lo mejor de la vida. Queremos sentir la suavidad de la cama, no el filo de la cuchilla. Y cuando tenemos hijos, como espero tener muy pronto, queremos que descansen rodeados del confort que nosotros mismos hemos disfrutado. No importaba lo extraño, lo criminal que fuera: Torgu debía de sentir lo mismo.

Al entrar por las puertas de cristal hice una prueba basada en mis escasos conocimientos de arcanos idiotas: busqué un espejo y lo encontré inmediatamente, cubriendo una de las paredes del vestíbulo. Me quedé helada de horror. Torgu era claramente visible en él. Por desgracia, yo también. Nada en ese hotel hubiera podido resultar tan impactante como ver mi propio rostro; me entraron ganas de llorar. No me había bañado y no me había cepillado el pelo, que había empezado a rizarse y a ponerse grasiento; mi maquillaje había desaparecido; tenía agujas de pino en la ropa y llevaba mal puesta la blusa. Torgu, por otro lado, mostraba una elegancia excéntrica en ese reflejo. Me puse furiosa conmigo misma por esa negligencia, y con Stim por sugestionarme con esas tonterías. Decidí volver a ser profesional. Saqué el anillo de compromiso del bolsillo y me lo puse en el dedo. Las decisiones brotaron. Torgu me garantizaría esa entrevista y nuestro programa conseguiría un Emmy, de modo que Lockyear se vería forzado a alabarme durante la cena de entrega de los premios.

 

                                                       NUEVE

 

Me lavé a conciencia y me cambié rápidamente de ropa en el lavabo del vestíbulo, frotándome bien el rostro para poder volver a maquillarme. No se podía hacer nada con el pelo excepto recogerlo detrás. La cena fue sorprendentemente apetitosa: pollo asado con mamaliga, una especie de polenta, y ensalada de tomate, pepino y cebolla con queso de cabra. Torgu abrió una botella de vino de su propia bodega, en este caso un caldo francés, muy viejo y sin duda excelente: un Chateau Margaux de 1963. Mi confianza creció. Ese hombre había empezado, por fin, a comportarse como un poderoso y exitoso jefe de un sindicato del crimen organizado. Me di cuenta de la ausencia de servicio, pero me imaginé que la tardanza de nuestra hora de llegada, así como la necesidad de Torgu de disponer de intimidad absoluta para nuestra conversación, habían hecho inútil su aparición. Los miembros del servicio habían cocinado la comida y se habían ido a la cama.

En una muestra de seducción de bienvenida, elogió el crucifijo que me había regalado Clemmie. Era una antigualla, pensé yo, pero él pareció complacido con él, así que le permití que lo mirara de cerca. Se puso un poco emotivo.

—Tamaña historia de sufrimiento humano provocada por este emblema. ¿Se da cuenta?

—¿Como la Inquisición española o las cruzadas, quiere decir?

Él suspiró.

—Quiero decir la suma total de horrible dolor y truculenta atrocidad que azotó a creyentes y a no creyentes por igual a la luz de este simple pictograma.

Yo no sabía en absoluto adónde quería ir a parar.

—Quiere decir que las religiones tienen detrás historias crueles.

Él hizo una breve pausa, al parecer tan perplejo por mis palabras como yo por las suyas.

—¿De verdad no lo ve? Las persecuciones del emperador romano Nerón, solamente, sus agresiones contra los primeros cristianos, podrían haber llenado el estuario del Danubio de sangre. Quince siglos más tarde, la guerra de los Treinta Años podría haber llenado un mar. Es conmovedor más allá de las palabras.

Uno de los típicos comentarios estrambóticos de ese hombre, pensé, pero que valdría la pena recordar para una posible pregunta de la entrevista. ¿Esos pensamientos indicaban un sentimiento de culpa por sus propios asesinatos? ¿O me estaba poniendo demasiado melodramática?

Después del primer plato de ensalada, me preguntó si querría ver su colección de arte y yo aproveché rápidamente la oportunidad. Tanto Trotta como Lockyear habían mencionado expresamente la importancia que tenía para nuestro programa conseguir signos claros de riqueza, y Austen incluso había destacado la posibilidad de que existiera una colección de piezas únicas conseguidas por medios dudosos.

—Coja su degustación —me dijo. Señaló mi copa de vino. No corregí su inglés.

Le seguí fuera del comedor vacío, atravesamos el vestíbulo y bajamos por un pasillo hasta una puerta que quedaba a la izquierda. Él entró primero. Tan pronto como yo atravesé la entrada olí a algo pasado, como el hedor de la basura abandonada demasiado tiempo al sol. Él prendió una serie de velas que había en las paredes. A medida que éstas se encendieron una a una, tuve el inquietante sentimiento de encontrarme en un cementerio que se había convertido en un basurero. El hedor se intensificó y pareció provenir de los objetos. El museo se extendía más allá de lo que yo esperaba. Desde donde nos encontrábamos hasta las paredes, se levantaban un par de tarimas de piedra rectangulares, elevadas unos cuantos metros del suelo por unas columnas de granito, bajas y gruesas. Encima de las tarimas se amontonaba una colección de basura.

—Aquí se encuentra la fuerza de mi vejez —dijo—, los únicos objetos en todo el mundo que de verdad aprecio. No voy a ninguna parte sin llevarme unos cuantos de ellos conmigo.

—Una curiosa colección —repuse yo, sin saber qué más decir.

—Sí. Puede usted quemar el resto de mis posesiones. Puede quemar la tierra y envenenar las aguas, a mí me da igual.

Su referencia a un incendio era, ciertamente, adecuada. Muchos de los objetos, me pareció, habían sido quemados, o habían sobrevivido a un incendio en cualquier caso. Había trozos de losas de cemento negras que podían haber sido pilares de algún edificio; segmentos de cruces y de iconos también quemados; tablas inscritas en diversos alfabetos: árabe, chino, hebreo, latín, cirílico, jeroglíficos egipcios, anglosajón y ugrofinés, fragmentos de alemán y de francés, lo que debió de haber sido romano y húngaro, baratijas procedentes de todas las ruinas y cementerios del mundo, me pareció. Había cascos de objetos de loza, apéndices de estatuas, platos rotos, cuberterías retorcidas, losas de tumbas y lo que debían de ser restos de momias, fardos de andrajos y de palos blancos. No todo era viejo. Vi un motor fundido y un trozo de pared surcado de circuitos eléctricos que tenía inscritas unas palabras en eslavo. Había una colección de muñecas de plástico sin rostro, y también otros objetos más recientes, pero no tuve estómago para investigar. La verdad, sentía repulsión y me sentía decepcionada. Esa no era exactamente la clase de colección de arte que Austen Trotta tenía en mente, y me pregunté si eso podría dar bien a cámara. ¿Vería la gente algo distinto a un montón de basura vieja y horrorosa? Empecé a sentir náuseas a causa del cada vez más intenso hedor, un hedor que recordaba un escape de gas. Tuve que salir.

Él vio mi turbación y empezó a apagar las velas de un soplido. Los ojos le refulgían.

—Lo llamo mi avenida de la paz eterna, los restos de todos los lugares arrasados que he visitado.

Volvimos a la mesa de la cena. Di un trago de vino. Él me observaba con cierta curiosidad.

—Es una... una visión fascinante —dije—. Perturbadora, de hecho.

—¿Ah, sí? —Se pasó una mano por los ojos—. Yo lo encuentro insoportablemente conmovedor. Lo encuentro más devastador que la poesía sublime de los persas, más desgarrador que las palabras de Shakespeare. Ésta es la verdadera sustancia de nuestro mundo, ¿no es verdad? Esta fractura.

—Yo prefiero el tipo de belleza más directa —dije—. Me temo que no soy tan sofisticada como usted. —Entonces hice un comentario desafortunado—: Usted parece ansiar algún tipo de horror en su entorno.

Él parpadeó, sorprendido.

—Lo cierto es que lo desprecio. ¿Dónde ve usted el horror?

La pregunta me dejó sin palabras. A él no se le había ocurrido pensar, quizá, que sus gustos rozaban lo morboso. Pero tampoco esa palabra debía de tener ningún sentido para un hombre cuya vida entera parecía haber estado dedicada a apreciar, a apreciar de una forma casi incomprensible, el lado más espantoso de nuestra especie. Se ablandó rápidamente. Se dio cuenta de mi honrado intento de atrapar el significado de sus amados objetos de arte, y eso le halagó. La verdad es que yo me estaba haciendo un poco la ingenua. Había visto otras muestras de lo grotesco en las galerías de arte del Soho. Lo feo era una de las caras modas estéticas que estaban en boga en el centro, tan aceptadas como los retratos. Pero el zoo de Torgu parecía un poco distinto. No indicaba una preocupación por el arte, para empezar, sino algo mucho más comprometido que eso.

—El horror —dijo él— está en la mirada de quien lo siente, por supuesto. Pero lo comprendo, de verdad. A pesar de todo, estamos en desacuerdo sólo en la superficie. El horror es la verdad, para mí, y la verdad es belleza. Así que tenemos un mismo impulso, que se manifiesta de forma distinta.

Yo no estaba de acuerdo, pero cambié de tema.

—Parece estar usted muy solo con su colección aquí arriba. ¿No se cansa nunca de la soledad?

—Oh, este lugar no siempre ha estado tan apartado como parece estarlo ahora. No me refiero al hotel, que es bastante reciente, sino al lugar en sí. Esta tierra fue una vez un cruce de caminos. Se encontraba a caballo de las grandes líneas de comunicación entre los mundos del este y del oeste. Recuerde, dos guerras mundiales se han luchado aquí. He visto más cuerpos tirados en cuevas de lo que pueda usted imaginar.

¿Era esto ya una confesión? ¿O era él simplemente un tipo viejo y burdo? Yo hubiera podido tirar de ese comentario, pero no quería que sospechara de mis intenciones. Para empezar, podía tratarse de una prueba. Quizá quería calcular mi interés por sus crímenes más sangrientos. Pero por otra parte, pensé, si él estaba dispuesto a ofrecer esos bocados sin que se lo pidiera en un estadio tan temprano, entonces no sería difícil de sacárselos con mayor detalle más tarde.

—Hábleme de su familia —dije.

—No tengo hijos.

—¿Padres?

Él soltó un leve gruñido, como si ese recuerdo fuera una carga.

—Ellos procedían de la estepa. Mi padre era lo que más tarde se llamaría un kulak, un granjero adinerado, aunque a pesar de toda su riqueza tuvo un entierro vergonzoso.

—¿Le importa si tomo notas?

El primer brillo de hostilidad volvió a sus ojos.

—¿Sobre mis padres? Es probable que esta entrevista sea mucho más interesante de lo que imagina.

Aplacé las notas. Corté el pollo.

—¿Podría decirme, de todas formas, qué quiere decir con que su padre tuvo un entierro vergonzoso?

Él señaló con la punta de su cuchillo la parte más curvada de la pechuga de pollo que yo tenía en el plato.

—Este es el mejor bocado, para mi gusto. —Cortó un trozo de su propio plato—. No había dinero. Como tantos de los muertos de esta parte del mundo, mi padre fue deshonrado y se vengó. Todavía se está vengando, a decir verdad.

De la misma forma que soy capaz de plantear una pregunta sin pronunciar una palabra, a través de una mirada expresiva o de la más etérea de las exhalaciones, también puedo mostrar la conmoción, la sorpresa o la incredulidad con mi silencio. «Para con la mímica», me dice Robert cuando le dirijo una mirada severa. Ésa es una de sus ocurrencias favoritas. Yo no había tenido intención de resultar desdeñosa, pero Torgu se había ofendido. No había parado la mímica a tiempo.

—Es muy grosero, señorita Harker, despreciar las creencias de los demás.

—Pero... yo no...

—Por no decir peligroso.

Tomó un sorbo de vino. Cortó otra porción de su pechuga de pollo y sus dientes oscuros mordieron la carne.

—Yo mismo realicé los preparativos del funeral, bajo el peso de unas deudas que no habíamos previsto. Mi madre lo había gastado todo, imagínese. Así que enterré a mi padre sin tener los recursos adecuados. Él se había ido, razonaba ella, y querría lo mejor para sus herederos. Lo enterramos sin su caballo, ni siquiera me permitió eso.

La mamá parecía sensata. No podía imaginarme que nadie hubiera enterrado un cuerpo con un caballo desde hacía mil años.

—Pero, para que yo lo comprenda, ¿ha dicho usted que él se vengó? ¿Después de su muerte?

El vino se le derramó por la barbilla. Tembló.

—Sin ninguna duda.

Pensé en Clemmie Spence. Ella no hubiera tenido ningún problema con esa conversación.

—¿Cómo supo usted que su padre deseaba vengarse? Si estaba muerto...

Torgu dejó el tenedor y el cuchillo. Se limpió sus viejas manos con la servilleta.

—Por mí mismo, querida.

—¿Qué quiere decir?

Dejó la servilleta.

—Míreme. Verdaderamente, soy el testamento de la furia interminable de ese hombre.

Noté que su dolor llenaba la habitación, como una ola, palpable como el calor. Había muy pocas probabilidades de que él repitiera lo que acababa de decirme delante de una cámara, pero me preocupaba que pudiera hacerlo. ¿Qué haríamos entonces? ¿No estaríamos obligados a mostrárselo a nuestra audiencia? En teoría, una historia acerca del poco apropiado entierro de su padre convertiría una historia normal sobre un señor del crimen en algo mucho más misterioso. Pero si esto tenía que ser un reportaje sobre el crimen organizado, esos cuentos tan macabros estarían fuera de lugar. La gente perdería el interés a causa de la confusión. No era bueno, en televisión, que ocurrieran demasiadas cosas a la vez. Pero quizá Torgu quería que yo conociera su procedencia por motivos personales.

—Pero ¿eso no fue culpa de su madre?

—Por supuesto. Ella es la fuente de toda infelicidad.

Antes de que yo pudiera seguir con el tema, averiguar más cosas acerca de esa mujer, él cambió de tema.

—¿Cuándo va usted a casarse?

Yo me mostré orgullosa y le enseñé el anillo.

—El próximo verano.

—Felicidades. ¿Ese hombre es de su edad?

—Es un poco mayor.

—¿Es enérgico?

No puede resistir una carcajada.

—Puede decirse así.

Él sonrió de verdad por primera vez.

—¿Rico?

—Recibirá una buena herencia.

Torgu asintió con la cabeza con expresión de aprobación.

—Entonces ha conquistado usted al primer dragón de esta vida.

Me pregunté cuáles serían el segundo y el tercer dragón.

—¿Está usted casado, señor Torgu?

Él negó con la cabeza.

—¿No lo ha estado nunca?

Él volvió a prestar atención a la comida, mascó un rato en silencio, bebió un poco más de vino. Mi pregunta provocó otra respuesta extraña, como la de la familia. Ésta fue peor, de hecho. A medida que pasaban los segundos, pareció que sentía un pánico de vergüenza; es la única manera en que puedo expresarlo. Levantó la vista y me miró con las mejillas sonrosadas. No había nadie del servicio del hotel. Estábamos solos en un comedor que daba a unos árboles iluminados con focos y que se alejaban del pórtico. Nada se movía en el bosque.

Dijo:

—Hace mucho tiempo se me informó de que ciertos estados serían perjudiciales para mi salud.

Las palabras fueron pronunciadas con dificultad, como si hubiera luchado por no decir una mentira. Una vez fueron dichas, permanecieron en el aire, y pareció que lamentaba haberlas pronunciado. Me miraba con una especie de silencio a la defensiva. Yo no comprendí ese comentario, pero su vergüenza pareció crecer. Un tono de disculpa parecía resonar en el aire, horriblemente fuera de contexto. Si alguna vez habéis estado en la cama con un hombre incapaz de funcionar, tendréis alguna idea de lo que digo. Yo no podía apartar la mirada de él, ni él la suya de mí, y si soy sincera, diré que una extraña carga erótica pendía en medio de ese silencio. Él deseaba contarme un profundo secreto, y eso me aterrorizaba.

Al final, lancé una pregunta:

—¿Una enfermedad?

Él volvió a beber y se aclaró la garganta. Negó con la cabeza y clavó la vista en el espacio que había entre ambos, sobre la mesa.

—Ninguna, excepto la vida misma.

—Ah.

Su respuesta había tenido un tono concluyente. No iba a llevar el tema más allá. Todas las alarmas deberían haberse apagado, y algunas lo hicieron, pero fueron las alarmas equivocadas. Torgu no debía decir algo así en la entrevista con Austen, pensé. Si mencionara su enfermedad, fuera la que fuese, eso lo volvería ridículo al instante, y si él resultaba ridículo, no tendría ninguna credibilidad. No resultaría creíble al afirmar que él era el jefe del crimen organizado en Europa del Este, ni al hablar de su experiencia en los campos de concentración. Yo todavía no podía soportar la idea de que debía ser yo quien hiciera ese juicio, mucho antes de que Austen lo hiciera; la idea de que esa entrevista estaba muerta mucho antes de que una cámara se pusiera en funcionamiento. Mis jefes se sentirían gravemente decepcionados. Pensé en el comentario de Torgu. Probablemente sufría una disfunción sexual común, una impotencia, quizá, magnificada por su orgullo y su soledad hasta convertirse en una condición mucho más severa. Y a pesar de todo era una cosa tan extraña de admitir, una revelación tan inútil, un detalle tan completamente incómodo, que imaginé que debía de ser sincero. Quería confirmar mis sospechas.

—Eso es muy desafortunado —conseguí decir finalmente—. Cuando dice usted «ciertos estados», quiere decir...

Él me dirigió una mirada que me desafiaba con una energía nueva, pero también había un rasgo de algo más en ella: un brillo dolorido, me pareció.

—No deseo hablar de eso ni ahora ni nunca más. Le pido que olvide el asunto. No sé por qué he contestado. A veces es usted desagradablemente convincente.

¿Qué más podía decir yo? Él me miró con firmeza y esperó la siguiente pregunta. Abatida, transigí.

—¿Tiene usted alguna ayuda aquí arriba? Alguien debe de haber preparado esta excelente cena.

Él me agradeció el cumplido y me dirigió una segunda sonrisa amable. Me sentí aliviada.

—Los hermanos Vourkulaki llevan este hotel.

—¿Es un hotel en funcionamiento?

Torgu se encogió de hombros, como si no pillara el tema de la pregunta.

—Parece un nombre griego, Vourkulaki.

Eso le hizo sonreír.

—Muy bien. Por supuesto que es griego. Son unos griegos de cuna humilde, debo decir. Se mezclaron con los turcos hace mucho tiempo y no son del tipo de alta alcurnia. En este país, los griegos de alta alcurnia dirigieron el gobierno durante un siglo. Fanariotas, los llama la gente aquí. Eran unos aristócratas ricos del Imperio Otomano. Pero los hermanos Vourkulaki son unos insignificantes y sucios isleños que vienen de Santorini. ¿Le suena?

—Oh, dios mío, sí me suena, sí. Allí es a donde Robert quiere ir de luna de miel. ¿Es bonita? También estamos pensando en Vietnam. Pero yo soy un poco griega, por parte de mi madre, así que probablemente iremos al Egeo.

Torgu pareció contrariado. Hizo una pausa y los labios le temblaron de una manera curiosa.

—A juzgar por los hermanos Vourkulaki, no es un lugar romántico. —Se limpió la boca con la servilleta. La amplia frente se le arrugó—. Esto es lo que le voy a decir de los hermanos Vourkulaki: si ve a un hombre guapo y joven de pelo oscuro que se dirige hacia usted por algún pasillo de este edificio, debe alejarse de él. Evite su compañía... Los hermanos están enfermos... están enfermos de algo de lo que toda la civilización griega, y perdóneme, está enferma. Sufren incapacidad de apartarse de ciertas cosas que los demás evitarían a toda costa.

Intenté fingir que estábamos hablando de lo mismo.

—Los hombres griegos tienen fama de ser demasiado directos...

—Sí. Eso es exactamente. Los hermanos Vourkulaki son muy directos. Pero no se les permite estar en las tres plantas de arriba, y ellos lo saben, así que mientras permanezca usted allí, no tiene nada que temer.

Se puso en pie.

—Discúlpeme —dijo—. Es tarde, estoy agotado. Si ha terminado, la acompañaré a su planta.

—Mi propia planta. Por dios.

No hubo café, ni postre. Nos pusimos en pie. Le di las gracias otra vez por la comida y él hizo una reverencia como si yo fuera una princesa.




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