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18 mayo 2009 1 18 /05 /mayo /2009 16:26


                                                                UNO

¿Cómo empezar esta exposición? Tengo que hacerlo de forma rápida y arbitraria. En vísperas de mi partida hacia Europa del Este, Robert me propuso matrimonio. Nos casaremos a principios de verano del año que viene, en la iglesia de San Ignacio de Loyola, y el convite se realizará en Wave Hill. Tan pronto como llegue a casa tenemos que iniciar una larga campaña para asegurarnos de que el evento se lleva a cabo de forma civilizada. Ninguna de las familias debe acabar sintiéndose desplazada, decepcionada o enojada. Tenemos un problema de número: al haber un máximo de ciento cincuenta plazas para el convite, ya he empezado a mantener hostiles negociaciones acerca de la lista de invitados, siguiendo el principio heredado de mi madre según el cual aquellos que no están casados no deben llevar acompañantes a las bodas. No hay anillo, no hay acompañante, como ella dice.

La música, la comida y el tipo de ceremonia son temas de discusión. Robert quiere clásicos de jazz, yo prefiero a un grupo de honky-tonk de Austin. Este es uno de los momentos en los que el hecho de haberme criado en Texas parece ser una gran molestia, incluso una vergüenza, para él. La mayoría de las veces adopta el punto de vista opuesto y utiliza mi relativamente exótica herencia como hija del petróleo para conseguir un gran efecto en las cenas con los amigos. Por supuesto, la comida será fuente de debate. En calidad de alabado pastelero de una de las mejores cocinas de la ciudad, Robert mantiene minuciosas trifulcas sobre aspectos específicos del pastel de boda y ejerce el despotismo culinario cada vez que intento sacar el tema. Ha descartado la carne ahumada de todo tipo, a pesar de mi deseo de hacernos mandar pechugas y costillas desde mi templo favorito de la barbacoa, el Texas BBQ, para la cena de la víspera de la boda. Incluso en estos momentos, y a 6.400 kilómetros de la ciudad de Nueva York, la cabeza me da vueltas cuando pienso en la cantidad de disputas que tendremos que mantener desde ahora hasta el próximo junio. Su familia, los judíos más laicos que jamás he conocido, se han mostrado repentinamente ofendidos por la perspectiva de una boda por la iglesia, mientras que mi familia, que carece totalmente de fe, se plantea en susurros la conversión. Pero a la luz de mis actuales circunstancias, me quedo con lo bueno. Todo esto es muy bueno; maravilloso, en verdad.

Robert me pilló desprevenida. Habíamos ido al Sammy's Roumanian, el lugar donde nos citamos por primera vez, y le pidió al teclista que tocara San Antonio Rose, dedicado a su novia tejana. El teclista realizó una ardiente interpretación. Nos comimos un grasiento plato de hígado y tomamos esas costillas fritas, de hueso grande y protuberante, que tienen forma de hacha. En general, fue una comida agradable, aunque sí hubo un momento de tensión relacionado con una caja de regalos que me había traído de Ámsterdam hacía poco tiempo. Digamos simplemente que se trataba de un montón de ropa interior de una clase que yo nunca había visto y que nunca hubiera elegido, y que incluía un artilugio fabricado con un material asociado típicamente con la hípica. Expresé una ligera, aunque juguetona, sorpresa por ese giro de la situación, ante lo cual Robert se mostró repentinamente huraño y dijo que devolvería a Ámsterdam el conjunto completo de artículos y que olvidase que me lo había regalado: había sido un error tremendo. Me sentí mal. Dejamos el tema.

Mientras nos tomábamos unos batidos, me preguntó si estaba ansiosa por lo de Rumania. Le dije que había tenido una inquietante pesadilla que tenía que ver con el Informe Price Waterhouse sobre Transilvania. En mi sueño leía una línea tras otra, y cada una de ellas decía lo mismo: «Se informa de desapariciones en las principales ciudades». Él sugirió que quizá yo estaba dando demasiado crédito a los estereotipos nacionales, y yo repuse que no tenía ni idea de qué estereotipo correspondía a Rumania. Como si fuera una respuesta, él sacó una cajita azul.

Yo ya lo sabía, pero ¿podía ser verdad? La abrí, intrigada. El anillo brilló, un diamante cortado y engastado en oro blanco de veinticuatro quilates. Yo le di mi respuesta. Sammy susurró al micrófono: «Un goy, una Eva, un amor». Todo el mundo aplaudió. Robert tenía un coche esperando y volvimos a mi apartamento, donde yo empaqueté unas cuantas cosas, incluido el montón de artículos de Ámsterdam, y luego fuimos al hotel Maritime. Me conoce. No hay nada que me guste más que envolverme, recién bañada, en un albornoz, sacar una botella de vodka Gray Goose del mini bar, abrirla e instalarme a ver una película de Hollywood por el canal de pago. Después de tres años viviendo del escaso salario que me da ser productora asociada de La hora, ésa es mi idea del dulce pecado.

El lunes siguiente, al cabo de setenta y dos horas, volé hasta Rumania. No dormí en el avión por culpa de las turbulencias. Tuve una inusual cantidad de problemas de inventario. De un paquete de cinco blocs, la mitad desapareció por el camino. Pero ¿quién querría robar unos blocs del equipaje? Excepto uno, todos mis bolígrafos se habían secado. Los agité y rasgué toda superficie plana que tenía a mano, y no conseguí nada excepto unas marcas sin tinta. La conexión a Internet del hotel de Budapest funcionaba, pero el modem del portátil de la empresa no arrancó. No me llevé suficientes tampones, y me hubiera venido bien llevar mi propio papel higiénico.

Mi anillo es un consuelo, pero debería haberlo dejado en Estados Unidos. Unos tipos fantasmagóricos merodeaban por el vestíbulo del hotel y por el aeropuerto. Antes de pasar por la aduana, le di la vuelta al anillo de tal forma que la piedra no quedara a la vista, pero el agente de aduanas observó mi dedo como si yo hubiera intentado engañarle. Después de eso, guardé el anillo en el bolsillo delantero del pantalón. Robert me había suplicado que lo dejara en casa, pero no le hice caso. No me gusta admitirlo, pero no soportaba separarme de mi anillo. No puedo evitarlo. Robert se sorprendería de oírme hablar así. El cree que, dado que crecí en un entorno adinerado, el anillo no me impresiona, pero no puede estar más equivocado. Esta joya significa que ahora pertenezco a algo que va más allá de mí misma, a una comunidad de dos, y cuando pienso en eso, todo lo demás pasa a un segundo plano y veo, a través de las generaciones, a las gentes lejanas que llevaron mi sangre, a los venecianos y dublineses de la parte de mi madre y, en especial, a los miembros de la complicada herencia por parte de mi padre. Dos ramas de su familia se pelearon entre sí durante la última revolución de los nativos americanos por la tierra de Estados Unidos. Unos indios creek relacionados con su abuela combatieron contra un grupo de oficiales de Estados Unidos, uno de ellos pariente de su abuelo. Y a pesar de ello, décadas después, aquí están todos reunidos en una familia, en una persona, y veo esa reconciliación en mi anillo, y me pregunto qué viejos y sangrientos secretos de familia, ya resueltos, va a aportar Robert a la mía, y pienso en los niños que vendrán, y en que sus hijos quizás algún día miren hacia atrás, hacia nuestras vidas sencillas. Robert se preocuparía por mí si conociera estos pensamientos íntimos, así que no se los he comunicado. Tal como dice mi padre, lo sabio es guardar silencio acerca de los asuntos importantes de la vida.




                                                              DOS

¿Cómo describir mis primeras impresiones de Rumania? Ése es mi trabajo, de hecho: obtener primeras impresiones. En calidad de productora asociada del programa de actualidad de mayor éxito de la historia de la televisión de Estados Unidos, busco historias que sean adecuadas para ser emitidas y las examino para valorar su sustancia y su posible interés. Uno de mis colegas me llama el azote de las noticias «de sociedad». Utilizo mi juicio como un cuchillo para separar un contenido esencial de una moda pasajera. Es posible que una historia sea cierta, pero si no se puede contar de forma adecuada ante la cámara, me importa poco. En esta ocasión se me pidió que me encontrara con un caballero llamado Ion Torgu, un rumano que parece ser una de las figuras más importantes del crimen organizado de Europa del Este. Se trataba de una misión con tres facetas: confirmar su identidad, evaluar sus afirmaciones y juzgar su interés. Era de gran importancia si hablaba o no hablaba inglés. Al igual que los estadounidenses, mi programa aborrece los subtítulos.

Tenía que ser previsora. Si la historia tuviera gancho, volveríamos muy pronto con el equipo. Tendría que buscar localizaciones: habría que elegir tomas de Rumania, imágenes que se pudieran utilizar para ilustrar ciertos puntos sobre cultura, economía, política y pasado histórico. Mientras se me iba pasando el malestar del desagradable vuelo, fui mirando por la ventanilla del coche. A primera vista, la carretera hubiera podido ser la de cualquier lugar del este de Europa: marcas típicas del comercio internacional, Coca-Cola, Cadbury, Samsung; titulares de publicidad capitalista esparcidos por extensiones de tierra ex soviéticas en proceso de transformación y arraigados sobre terrenos en construcción recientemente despejados y excavados. Un caballo que arrastraba un carro se detuvo delante de un anuncio de Coca-Cola y la visión fue la de una chica sonriente en bikini que levantaba una botella por encima de un hombre barbudo con unas riendas entre las manos que miraba el tráfico con clara inquietud. «Una toma clave —pensé—, el contraste entre la vieja y la nueva Rumania.» Lo taquigrafié en mi bloc de notas.

Eran aproximadamente las diez de la mañana, y los gases de los tubos de escape se arremolinaban en el aire de septiembre. El conductor bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. La carretera del aeropuerto se desvió hacia un bulevar que corría entre densos macizos de limeros y tilos, entre los cuales vislumbré muros amarillos que rodeaban viejas casas. Vi una cúpula con las ventanas rotas y una hilera de gordos pájaros negros apostados encima de su tejado. Un graffiti con una esvástica de largos brazos se extendía por una pared. Una mujer sacudía una alfombra en una curva y casi la golpeamos con el guardabarros. Insultó al conductor; él le devolvió el insulto. El bulevar entró en una rotonda que giraba bajo una versión del Arco de Triunfo de París; era tres veces más grande que el original, como un champiñón mutante que hubiera crecido en medio del calor. Una manada de perros famélicos erraba a la sombra de la piedra. Taquigrafié otra nota: los animales como imagen del deterioro social. Cada idea requería su imagen. Decir vaca, ver vaca. A través de los árboles que se alzaban delante brilló un metal dorado, las pulidas curvas de las cúpulas de las iglesias ortodoxas, y penetramos en un barrio más agradable de ventanas con macetas y tejados abuhardillados. Rumania había sido considerada tiempo atrás como el París del Este, y en aquella zona se veían tiendas caras y mujeres guapas entrando en ellas. Mi equipo de camarógrafos, compuesto exclusivamente por hombres, apreciaría esa oportunidad y yo recibiría un exceso de documentación gráfica sobre piernas largas y pechos turgentes. Poco después, esas imágenes de la belleza se disolvieron entre el polvo de las construcciones que dejamos atrás. Atravesamos las orillas de cemento de un río y giramos hacia un laberinto de edificios de estética fascista. Cruzamos un sector, recorrimos una curva alrededor de un círculo de cemento desnudo y, de pronto, me quedé impresionada. Me incorporé en mi asiento, creyendo que el cambio horario me hacía tener visiones.

La cosa parecía un espejismo, o uno de esos objetos que se ven distorsionados en el espejo retrovisor. Se trataba del viejo palacio del dictador, inacabado a la hora de su muerte; un rectángulo de mármol gigantesco, asentado en un pegote de tierra. Parecía demasiado monumental para poder ser habitado, era imposible adivinar cuántas habitaciones tendría. Anoté una instrucción para mi equipo: no sería posible captar el tamaño del palacio desde abajo, habría que subir muy arriba, alquilar un maldito helicóptero. En esos momentos era la sede del gobierno rumano democráticamente elegido, pero la misma estructura, de cuatro caras, cada una de ellas igual de ancha y larga que la anterior, eclipsaba cualquier idea de parlamentos, partidos y primeros ministros. Al final de la carretera y delante del palacio, el coche giró por una rotonda hacia un edificio que, si bien mucho más pequeño, aún era enorme. Yo iba a hospedarme al otro lado de la calle, enfrente del palacio.

—Su alojamiento —me explicó mi silencioso chófer al ver cierta expresión de alarma en mis ojos—. Antes era el Ministerio de Defensa.

Unos porteros con uniforme carmesí y galones dorados se encargaron de mis maletas y me guiaron hasta un vestíbulo de mármol que hubiera podido ser el interior del mausoleo más grande del mundo. El techo se abovedaba sobre cuatro pisos, apoyado en unas columnas grandes como casas. Debajo de las columnas había dos escaleras de mármol en espiral que, como cascadas de agua, comunicaban con el segundo y tercer piso, desde donde sonaba la melodía de un piano y el susurro de los huéspedes. Un pequeño ejército de criados, presas del pánico, recorría el vestíbulo tirando y empujando a las personas y los objetos. Otros, vestidos con trajes negros, se mostraban más vigilantes mientras hablaban por unos walkie-talkies al tiempo que recibían respuesta por los auriculares de los oídos. Antes de que pudiera llegar al mostrador de recepción, una mujer joven que llevaba un ajustado vestido rojo con una abertura se me acercó con una bandeja de copas de cortesía que contenían zumo de naranja o champán. Todavía no era mediodía, pero cogí una de champán y la levanté en un gesto de brindis.

Era joven, quizás una adolescente. Los hombres que había en el vestíbulo la seguían con los ojos; me observaban a mí también. Soy una mujer alta, de curvas razonables. Una vez un amigo intentó halagarme diciéndome que tenía un cuerpo como el de la madre Tierra, pero me molestó esa idea, que hacía referencia a las jóvenes hippie's que van sin sujetador debajo de esos vestidos de algodón desteñido. No soy ninguna madre Tierra, pero mi cuerpo hace su función, por decirlo así.

Tengo el pelo oscuro y rizado, y me lo estiro cada mañana, así que la mayoría de la gente ni siquiera sabe que es rizado. Poseo unos ojos marrones y oscuros que mi madre siempre comparaba con el chocolate, unas pestañas más bien largas y un gran labio superior que antes me molestaba. Todo el mundo me dice que debería intentar conseguir un puesto como corresponsal en directo, que doy muy bien en cámara.

Pero yo no me fío de las cámaras. No me gusta la mirada fija de ninguna cosa, ni de hombre ni de máquina.

La chica del vestido me miró con ojos de pena. Le devolví el vaso. Gracias a Dios, pensé, no iba a estar mucho tiempo en ese lugar.

 

Dormí durante todo el día y por la tarde llamé a mi superior, el productor William Lockyear, para confirmar mi llegada. Le confesé a Lockyear que estaba tensa. Recibió mis palabras con un silencio un tanto divertido y luego dijo:

—Pasa un mes en Irak y luego ya hablaremos.

Debería decir algo sobre este hombre, William Lockyear, mi jefe. Se comporta como si fuera un miembro derrocado de la realeza y yo fuera el único súbdito que le quedara, la criada que nunca consigue reunir el temple necesario para enfrentarse a él. Me considera una niñita rica y sin objetivos que se dedica a matar el tiempo previo a la boda y a los niños.

Me rebelé de una manera tonta.

—¿Quieres que te encuentre una historia en Irak, Bill? ¿Nos encontramos en Bagdad?

—¿Continuarás teniendo un trabajo cuando vuelvas a Nueva York? Son preguntas difíciles.

Dirigí el reproche en otra dirección.

—Stim me tiene paranoica.

Me refería a mi amigo y productor asociado Stimson Beevers, que se había puesto celoso de mi viaje. Stim me riñó antes de partir. Me dijo que yo tenía la piel fina, y que mis sentimientos negativos hacia Lockyear delataban que estaba quemada, y tenía parte de razón: un agotamiento profesional mezclado con la euforia relacionada con mi compromiso matrimonial. Yo había luchado para que me apartaran de esta misión.

La mañana de mi partida, el lunes posterior a la declaración de Robert, le conté mis planes de casarme a Lockyear. Le expliqué que ahora tenía que realizar los preparativos de la boda, que eran numerosos, y le sugerí de forma muy sutil que quizás él podía ir a Rumania en mi lugar. Después de felicitarme, me dijo que mis planes de boda no tenían absolutamente nada que ver con nuestra relación profesional, que no era inteligente por mi parte pedirle que realizara mi trabajo, y que en la oficina había mucha gente joven y sin responsabilidades que estarían más que felices de volar a Rumania de su parte. Estuve a punto de renunciar. Mis dos confidentes, Stim y mi querido amigo Ian, me aconsejaron con sentido común. Ian me recordó que así era el viejo Lockyear y que no debía tomármelo de forma tan personal. Stim me dijo que una historia ubicada en Rumania podría ser la oportunidad de empaparme de la centenaria tradición de los vampiros de las películas. Eso me hizo reír. Stim se alimenta de películas. Piensa que la moral consiste en adorar a Sam Peckinpah y en comer eda-mame salado. Es incapaz de comprender la muerte más allá del celuloide. Cree que no existe ninguna diferencia entre el país real de Rumania y las películas de vampiros ambientadas en Rumania. Yo a veces le llamo Súper Stimulado.

—Espera un minuto.

Lockyear tapó el teléfono con la mano. Obviamente, alguien acababa de entrar en la habitación. Oí un alboroto apagado. Lockyear volvió a ponerse al teléfono.

—Otro de tus pequeños amigos, el chico maravilla, Ian. Se lo he contado todo, y tiene sus reservas acerca de Stimson Beevers. Te lo paso.

Me alegré de oír la voz de Ian.

—Eh, Line.

—Ayúdame, Ian.

—Stim es un completo capullo. No le hagas caso, te irá bien.

—¿De verdad?

—De verdad. Otra cosa: estás en Rumania. Son cachondos y saben divertirse. Piensa en positivo. Deja que ésta sea tu última aventura salvaje antes de acabar con el cocinerito. Tengo que dejarte.

Lockyear volvió a ponerse al teléfono.

—Encuentra al criminal, querida.

No pude dormir. Me levanté mucho antes de que saliera el sol, dispuse una silla y me quedé mirando por la ventana hacia el otro lado de la calle, al palacio. No había luces, que yo viera, pero las paredes brillaban como si estuvieran hechas de fósforo. Llegó el amanecer y mil ventanas me miraron como ojos rosados. No pude soportar seguir en aquella habitación. Me puse los pantalones de color azul marino, la blusa blanca limpia, mis zapatos de tacón bajo y me fui a la agencia de alquiler de coches, que pertenecía al hotel. Esa tarde tenía una cita en el pueblo transilvano de Brasov con un nombre llamado Olestru, mi contacto con el señor del crimen. Quería disponer de mucho tiempo para el viaje.

La oficina de alquiler de coches, sumida en las sombras debajo de las escaleras en espiral, no abría hasta las diez. Subí un piso en ascensor hasta el centro de negocios, desde donde mandé un correo electrónico a Lockyear asegurándole mis aptitudes.

En Nueva York no habría nadie despierto hasta al cabo de ocho horas, así que no tenía ningún sentido llamar. Sentí la tentación de hablar con Robert, pero una llamada de ese tipo daría una impresión de fragilidad y de necesidad. Cuanto antes me fuera de Bucarest y me metiera en el trabajo de verdad, mejor.

Fui a desayunar a una zona del segundo piso que estaba desagradablemente atestada por una multitud de representantes del mundillo de los negocios internacionales. Alemanes con trajes naranjas y malvas que se reían demasiado fuerte; japoneses que hablaban en susurros ante las hojas de cálculo, en una reunión completamente masculina excepto por una solitaria mujer que llevaba una cola de caballo y a quien vi inmediatamente: sólo podía ser norteamericana. Llevaba una camisa rosa de tela oxford y unas sandalias. Le vi las uñas de los pies sin manicura desde la barra del comedor. Parecía tener mi edad, unos treinta años. Hubiera podido ir a la universidad con esa mujer.

Ella me vio también; o mejor, vio mi anillo. Miró el diamante como si éste le hubiera susurrado algo al oído. «Mi nueva mejor amiga», me dije.




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